Lo reconozco, me encantan los conceptos. Y más si inspiran tanto (y tan bueno) como ‘hygge‘, palabra danesa que traducida viene a significar algo así como cómodo, acogedor y agradable. Tres de las cualidades fundamentales que definen a Fismuler, la última aventura -hasta la fecha- de Nino Redruello y Patxi Zumárraga, compañeros de fogones en El Bulli, cocineros en los restaurantes de la familia Redruello -La Ancha, Las Tortillas de Gabino, La Gabinoteca- y socios desde la apertura de Tatel, que se han inspirado en las tendencias que dominan en el norte de Europa para crear Fismuler. Mesas para compartir, pareces desnudas y una cocina al natural.
La sensación de estar a gusto en este restaurante abierto en el barrio de Chamberí puede parecer espontánea, casi casual, pero lo realmente sorprendente es que se trata de algo tremendamente premeditado por estos dos anfitriones -¡qué bien lo hacen!- que diariamente van a al mercado en busca de los productos con los que cocinan su carta, de toques castizos e íntimamente ligada a la estacionalidad de los alimentos.
Ficha y detalles del restaurante Fismuler
- Fismuler combina lo mejor de la estética del norte de Europa, con paredes desprovistas de decoración, sin pintar y con el hormigón y vigas a la vista, con una cocina más desnuda aún, en la que gana protagonismo el producto de temporada y su sabor, sin máscaras, pero con elaboraciones en muchos casos complejas y muy bien ejecutadas.
- Lo mejor: además de cualquiera de sus platos de carta y de su tarta de queso, el ambiente agradable que respira y la sorpresa de sus cenas improvisadas.
- Dirección: Calle de Sagasta, 29, en el barrio de Chamberí.
- Horario: De lunes a jueves de 13.30 a 16h, y de 20.30 a 23.30h. Viernes y sábados de 13.30 a 16h. y de 20.30 a 00.30h. Domingo cerrado.
- Reservas: Aunque el restaurante es espacioso, las reservas con más que aconsejables, en el teléfono 91 827 75 81.
- Precio: 45-55€
- Nota: 4/5
Fismuler es una vuelta a los orígenes, y al mercado
Aunque a simple vista su carta muestra un popurrí de platos que creemos haber visto y probado en otros restaurantes –steak tartar, ensalada de burrata-, no es así. Fismuler se aleja de los tópicos y se acerca a la tradición de las cosas bien hechas, a las buenas costumbres en la mesa y al sabor genuino de los mejores alimentos. Es como una vuelta a los orígenes, tanto en concepto gastronómico como en estética.
Por eso van al mercado casi a diario; y es tan cierto como que la carta lleva la fecha del día; una dinámica en la que por supuesto hay sitio para algunos platos fijos casi desde el inicio del restaurante. El producto manda y con él preparan la veintena de platos que la conforman, en los que lejos de querer enmascarar el sabor original del producto, por cierto natural, ecológico y de kilómetro cero en la medida de lo posible, lo ensalzan. No confundir con elaboraciones simplonas y poco trabajadas, que aquí el I+D+i lo llevan a rajatabla y la experimentación en cocina es una práctica habitual.
Carta de temporada y alta cocina con mucha tradición
La base es tradición, sí: mucho puchero, cocciones largas y buenos fondos. Pero eso no quita que se inspiren en recetas de aquí y de allá. De Brooklyn se han traído una receta de brisket -un corte de ternera que se está poniendo muy de moda-, que mantienen en salmuera y maceran durante días en café con azúcar, antes de pasarlo por la parrilla. Así logran su genuino sabor. Lo mismo sucede con el erizo del Cantábrico, que presentan con una emulsión de holandesa servida en sifón como entrante, acompañado de carpaccio frío de ternera -por cierto, no es cortesía de la casa, para que no haya sorpresas al pedir la cuenta-.
Pero hay más: la tortilla de ortiguillas, cremosa a más no poder y con el toque crunchy del rebozado que le aportan las ortiguillas; un sorprendente tiradito de dorada con almendra y uva tinta, una jugosísima corvina a la parrilla acompañada de col, también cocinada a la brasa, un estofado de lentejas salteadas con gamba roja y panceta cocinadas con un fondo de pescado, como si fuera un arroz valenciano -con socarrat y todo-, o un escalope vienés para campeones, un homenaje a los schnitzels que preparan en el restaurante de Viena Figlmüller -de ahí el nombre castellanizado de Fismuler-.
Y todavía no hemos mencionado el postre: su célebre tarta de queso, hecha con Idiazábal y queso azul, es de las que crean adicción. Solo hacen dos diariamente, por eso conviene reservar tu porción con la comanda, no vaya a ser que te quedes con las ganas. Y tómatela con calma, como su café que, por cierto es el café es de filtro.
Bodega cuidada y cenas improvisadas en Fismuler Madrid
La carta de vinos es breve, pero cuidada y seleccionada, con alguna que otra rareza que traen de pequeños bodegueros. Les gusta la autenticidad, por eso maceran sus propios destilados. Y tienen un puntito de rebeldes, por eso se atreven a servir el champagne en porrón. Lo hacen en sus ‘Cenas Improvisadas‘, un formato novedoso, pero sobre todo divertido y genuino para cenar de diez: una vez al mes se abre su mesa principal para unos 20 comensales que no saben lo que van a comer, ni con quién van a compartir mesa, hasta que no se sientan a cenar. Por eso son improvisadas. Por eso, y porque todo depende de lo que haya ese día en el mercado y de la creatividad, que es mucha, de Nino y Patxi.
Las ganas de agradar y de compartir de Fismuler
No pasan desapercibidas las ganas de agradar de Fismuler, de caerle bien a todos; corrijo, a todos lo que NO quieren ser seducidos por excentricidades ni fuegos artificiales en el plato. Si somos un poco avispados y observadores, podemos notar sus buenas intenciones con solo echar un vistazo a su estética. Súper cuidada, sí -obra del estudio Arquitectura Invisible y la diseñadora de interiores Alejandra Pombo-, pero de líneas puras, sobrias y materiales nobles, y un suelo de cemento pulido que no quiere llamar demasiado la atención. Porque aquí lo que importa es el plato, y no quieren que nadie se despiste.
Lo que sí quieren es que la gente comparta, tanto el plato como el espacio. Por eso el restaurante, con más de 400 metros cuadrados, está dividido en varios salones y salpicado de recovecos con mesas amplias para más de seis o siete comensales. Quien quiera algo más de intimidad, podrá conseguirlo en alguna de sus mesitas individuales, pero son casi testimoniales y muy poco demandadas, dicho sea de paso. Porque lo que gusta a Fismuler es compartir. Es lo que lo hace diferente.