Ahora está muy mal visto, pero el descontrol, el dinamitar todas las rutinas, el comer cuando se tiene hambre y dormir cuando se tiene sueño, también puede ser indicativo de que se está siendo feliz.
Las vacaciones de verano, sobre todo cuando eres niño, son el clímax de todos los descontroles felices. No lo sabía, pero me lo ha enseñado el tiempo. Es lo que tiene la vida, que a veces te das cuenta de que eres feliz cuando aquellos momentos están tan lejos que no parecen tuyos.
Yo no tenía horarios muy estrictos cuando estaba de vacaciones de verano y me parecía lo más normal, por eso no reflexioné nunca sobre esto. Lo que sí me hacía mucha gracia era ver a los adultos sin horarios, imitando a los niños: cuando tengo hambre, como. Cuando tengo sueño, me acuesto. Y duermo hasta la hora que quiero. Unas vacaciones relajadas, vaya.
Seguramente lo vi en más gente, pero para mí el ejemplo perfecto de ese descontrol feliz, sobre todo en las comidas, eran las primas de mi madre. Vivía cada una en una ciudad y se juntaban en casa de sus padres cuando se reunían para pasar unas semanas de vacaciones. Eran puro descontrol. Eran felicidad. Eran despreocupación. Y a mí eso me encantaba verlo.
Venían al pueblo e iban a comprar cuando se acordaban de que tenían que comer y no tenían mucha cosa en la despensa. Se acordaban de que tenían que comer cuando alguien advertía que tenía hambre. Su descontrol a veces se trasladaba a mi casa. Hacían visitas a horas extrañas, pero siempre traían tanta alegría que nos parecía bien que rompiesen la rutina que mis padres intentaban mantener, porque ellos no estaban de vacaciones. Un día se presentaron a las 15:00h. a pedirnos una olla grande para poner un cocido. Un cocido para comer ese día. Porque apretarse un cocido con todos sus avíos a las 19:00h sin ser danés ni británico sí que es rompedor y no los platos de Dabiz Muñoz.
Desde entonces, cada vez que tengo un descontrol de horarios porque estoy bien, feliz y a gusto, me acuerdo de ellas. Cuando venía mi hermana a visitarme a Barcelona nos pasaba muchas veces. Dormíamos hasta que queríamos, tomábamos el aperitivo cuando la gente ya había terminado de comer y comíamos cuando nos venía bien. “Somos como las primas de mamá”, decíamos. Y era verdad. Sólo queríamos pasárnoslo bien a nuestro ritmo, sin la dictadura del reloj.
En Marruecos viví algo similar. Estaba con mi hermana y otros amigos de vacaciones y una familia de Marruecos amiga de una de las personas con las que viajaba nos invitó a cenar. Después del día de playa nos presentamos en la casa de aquella familia un poco como el villancico “a tu puerta hemos llegado cuatrocientos en cuadrilla”. Estaba anocheciendo y nos recibieron los hombres de la casa. “Han salido a comprar la cena”, nos dijeron. Así que hicimos tiempo allí mientras llegaban.
A las 22:00h llegaron las mujeres de la casa cargadas con bolsas y sus correspondientes bebés. Venían de comprar en el pueblo de al lado. Estábamos un poco apurados por darles ese trabajo, pero ellas lo veían como algo divertido. Era el cumpleaños de uno de los niños, estaban contentas, habían ido a comprar y se lo habían tomado con tranquilidad porque estaban disfrutando también de ese momento juntas. Para cenar, hicieron pollos asados (en plural, muchos plurales). Pollos asados con aceitunas y unas guarniciones de verduras asadas que no soy capaz de reproducir, pero estaban deliciosas.
¿A qué hora terminaron de hacer aquella cena? No lo sé. ¿A qué hora acabaríamos de cenar? A nadie le importaba. De hecho, después de cenar, sacaron instrumentos, comenzaron a cantar y a bailar.
¿Tú crees que a alguien le importaba a qué hora se cenaba en aquella casa? Ya volveremos al reloj. Feliz descontrol.