Escuchando el pódcast The Latest Food en Spotify donde conversaban con Lilia Martínez y Torres sobre recetarios y utensilios de cocina, salté de una reflexión a otra como saltan las ideas cuando se les toca la tecla que las excita.
Martínez y Torres es una investigadora y fotógrafa poblana que tiene por labor atesorar utensilios, recetarios y todo cuanto tenga que ver con la gastronomía. Además, teoriza sobre ello y tiene una visión antropológica de la gastronomía muy estimulante.
Lilia divulga en su web Los Cinco Fuegos sobre recetarios, recetas, productos, utensilios y comedores, y de estos mismos temas iba pasando de uno a otro en el audio de The Latest Food. La gastrónoma hablaba de aquello que te descubren los recetarios más allá del plato que te enseñan a cocinar: desde la caligrafía de la autora (normalmente eran autoras), las medidas que usaban (libras, gramos, etc.) hasta las preferencias del paladar de la dueña del recetario o de esa generación y sociedad.
También reflexionaba sobre la utilidad de los recetarios para quien los escribe y la frustración al intentar seguir una de esas recetas para el que ha heredado uno de esos recetarios familiares. Nos frustra, sentimos que no han querido transmitir la receta premeditadamente o pensamos que, directamente, la autora sabía cocinar, pero no comunicarlo.
Por mi trabajo, muchas veces he recurrido a cocineros y cocineras profesionales para pedirles una receta. Una receta, evidentemente, que ellos se han ofrecido a darme para publicarla en un medio de comunicación. “Te la escribo y te la paso por mail”, me han dicho en el mejor de los casos. Y cuando esa receta me ha llegado, no había por dónde cogerla. Ahí faltaban medidas, tiempos, intensidad de fuego y pasos enteros. A veces, tras unas cuantas llamadas al cocinero o cocinera en cuestión, hemos preferido no publicarla porque o era demasiado compleja o era imposible de reproducir tal cual estaba escrita sin que aquello fuese un desastre.
Cuando he sido yo la que he tenido que dar alguna receta familiar en un artículo, me he dado cuenta de la dificultad del asunto. La he tenido que revisar varias veces — Mer Bonilla, editora de Cocinillas sabe de lo que hablo—, y aún así, siempre me he quedado con el pellizquito en el estómago pensando que seguramente no habré explicado bien algún paso o alguna cantidad ha bailado un poco. Entonces vuelvo a lo que decía Lilia y espero no haber provocado frustraciones o enfados en nadie.
Martínez y Torres decía al caso de estas imprecisiones que en muchas ocasiones los recetarios no son más que unos apuntes generales para la propia autora, por eso hay pasos que no están o datos que se omiten, porque quien sabe cocinar o conoce esa receta ya los tiene interiorizados. Muchos recetarios o muchas recetas que aparecen en ellos están elaborados para su autora.
Otra reflexión que me generó escuchar esta entrevista estaba relacionada con los utensilios. Decía que los cambios se han dado en la cocina (solamente en la energía que se utiliza para cocinar, de fuego a la electricidad, ya tenemos ahí mucha tela que cortar), pero que estos cambios no se han dado tanto en la mesa.
Ojalá, pensé yo. Y se me vinieron a la cabeza las soperas que tenían nuestras abuelas y de las que carecemos las generaciones más jóvenes (nuestras sopas van de la olla al plato). Pero, sobre todo, pensé en esos manteles y bajoplatos que se han perdido en la hostelería.
Hoy es más fácil comer un menú del día de 15 euros sobre una mesa con mantel de tela y bajoplato que esperar encontrar estos utensilios en ese restaurante donde te estás dejando los ahorros de tres meses. Los platos, eso sí, muy creativos, muy exclusivos y a juego con las ramitas de salicornia de la salsa, pero, hijo mío, ¡cálzame la mesa y ponme un mantelito, que no somos salvajes!