Vivimos una época en la que no vamos dos días —al menos seguidos— con la misma ropa y arrugamos la nariz si tenemos que comer hoy lo mismo que ayer. Realmente todo esto es una trabajera: elegir todos los días qué ponerse y qué comer. Siete camisas, siete comidas y siete cenas distintas cada semana.
Me quejo de vicio, ya que en mi casa no hay niños y aquí sí está permitido cenar dos días seguidos lo mismo y comer sobras de ayer. Cuando pienso en las familias que tienen críos que, además, tienen que preparar el tentempié del recreo y la merienda cada día distinta porque si no hay llantos, me entran escalofríos. Si, por si fuera poco, el niño ha salido de mal comer o de buen comer, pero con restricciones por intolerancias, pienso que ya tardan los Ayuntamientos de España en poner en la rotonda de entrada al pueblo un monumento a los padres y madres que piensan los menús de la semana.
Casa es la comida que comemos en ella. Y casa es el olor que nos recibe cuando cruzamos la puerta de entrada. Algunas casas huelen a ambientadores, otras al producto químico con el que acaben de limpiar o al suavizante con el que hagan la colada, pero en aquellas que son hogar, el olor siempre tiene un trasfondo a comida. Es curioso que viviendo en esta época en la que cada día comemos platos distintos, reconozcamos en qué casa estamos por el olor que sale de su cocina.
Viví en edificios donde algunos días olía a puchero y otros a sofrito. En otro bloque de vecinos en el que pasé poco tiempo, había una familia de la India y el olor de sus comidas, aunque nunca las probé, me decía que no me había confundido de portal.
Salvo raras ocasiones, excepto si la cocina de ese día huele a frito, a sardinas o a coliflor hervida, no me molesta que una casa huela a comida, pero esto lo pienso desde hace poco. Durante mucho tiempo, le tenía mucha manía al olor a la comida en casa y creo que esa manía me vino por el padre de una amiga.
El padre de esta amiga, al volver del trabajo un día de invierno, se puso a abrir las ventanas de la casa como un loco: “Abrid, que se ventile esto. Huele toda la casa a guisado”. En aquel momento era muy pequeña y pensé que el olor a comida no puede ir más allá del plato y una vez te lo acabas, no debe de quedar ni el aroma de aquella comida. Me he pasado años con esa creencia. Ahora, en cambio, una casa que huele a comida me parece reconfortante. Y pienso que aquella tarde de invierno, en vez de abrir las ventanas, lo que deberíamos haber hecho es responderle al padre de mi amiga que huele a guisado porque aquí se guisa.