Me han invitado a una fiesta de Halloween y siento presión por partida doble: primero, es la primera fiesta de Halloween a la que asisto y segundo, es la fiesta de Halloween de mi sobrina, muy curtida en este tema, y no me puedo presentar de cualquier manera.
La premisa que nos ha puesto la anfitriona es que nos vistamos de algo que nos dé mucho miedo. Y aquí ando yo viendo la manera de disfrazarme de factura de la luz.
Como no acabo de ver esa idea materializable en un disfraz, he aprovechado mi momento del día de máxima concentración, es decir, cuando cocino, para pensar en qué cosas me dan mucho miedo.
Mientras hacía esta crema de calabaza de Danny Salas, lo he visto claro: me da mucho miedo darle el primer corte a la calabaza para hacerle una base lisa sobre la que empezar a trocearla. Siempre pienso que en algún momento se me va girar y me voy a llevar por delante un dedo. Así que ese giro de calabaza me ha hecho pensar en la cabeza de la niña del exorcista. Es un disfraz un poco visto. Voy a seguir pensando.
Remuevo los trocitos de calabaza mientras los sofrío y pienso que algo que le da mucho miedo a la gente es freír, hay pavor a quemarse con el aceite. Entonces se me viene a la memoria la cara churrascada de Freddy Krueger. Es un buen disfraz, pero preferiría no ir con una calva de goma a mi primera fiesta de Halloween.
Cuando estoy a punto de poner a cocer la verdura, me doy cuenta de que he elegido hacerlo con una olla normal, no con la olla exprés. Éste es otro de mis grandes temores. La maldita olla exprés.
Me compré una olla exprés aprovechando las rebajas de enero cuando me mudé a Barcelona. Afronté esa compra como una mirada al frente ilusionante. Un dejar atrás mis debilidades. Mi nueva vida. Cambio de década, inicio de año, nueva ciudad. La Inma más decidida se ha comprado una olla exprés porque ya no le teme a nada.
Han pasado 11 años de aquello y podemos contar con los dedos de una mano (y no me he amputado aún ninguno cortando calabaza) las veces que he usado esa olla. De esas pocas veces, dos llamé a mi madre para decirle que la olla estaba haciendo mucho ruido, que echaba mucho humo y me daba pánico entrar a la cocina.
Acordándome de aquella imagen patética de mí con una oreja pegada a la puerta de la cocina a ver si la olla se había tranquilizado, me recordé a mí misma al cartel de Déjame entrar. Lo malo de ese disfraz es que hay muchas probabilidades de acabar pareciendo la versión gore del Príncipe de Beukelaer.
Escurro las verduras, separo el caldo y me dispongo a pasarlas por la batidora. Siempre que acabo de utilizar este electrodoméstico, me aseguro una y otra vez de que la he desenchufado. Aún así, no puedo evitar pensar que me rebano un dedo. O que voy a lamer el excedente de puré y entonces me llevo por delante la lengua, el labio y media cara. Acabaría con la mordaza de Hannibal Lecter.
La crema de calabaza ya está lista y mientras la emplato, pienso que uno de los miedos típicos en la cocina es tener invitados y que, en el último segundo, cuando ya no hay margen para rectificar ni preparar otra comida, se te caiga la comida al suelo y se eche a perder todo. Así que ese plato vacío, esa comida que debería estar pero no, me recuerda al hombre invisible.
Mientras llega la hora de comer, me sirvo una copa de amontillado y sigo pensando en mi disfraz terrorífico. Pienso en El barril de amontillado, de Edgar Allan Poe. Bastante inquietante esta imagen también. Me modero con la bebida y guardo la botella de vino. Con una copa es suficiente. No sea que acabe viendo doble y, cuando salga de la cocina, me encuentre en el pasillo a las gemelas de El resplandor.