Si alguna vez has cocinado con un bebé cerca, habrás observado la facilidad que tiene para transformar en música cualquier sonido inherente de la cocina. La batidora eléctrica, lejos de hacer un ruido molesto, emite una de las melodías favoritas de los bebés, que se ponen a moverse con mucho son mientras tú emulsionas una mayonesa.
Tampoco es raro que los niños, para pesar de sus convivientes, vean en las tapas de las cacerolas unos platillos o lo que tú llamas olla y cuchara de madera para ellos sea un flamante gong.
Los niños que disfrutan con la comida, cuando se llevan a la boca algo que les gusta, también lo reflejan marcándose un bailecillo y no se me ocurre una crítica gastronómica más bella y sincera que esa imagen. Música y gastronomía son su vía de expresión cuando apenas son capaces de pronunciar un mamá o un papá, pero sí un “ajo”. Un ajo a boca llena. Un ajo que no sabemos si es chino o morado de Las Pedroñeras, pero entre sus propiedades se encuentra la de derretir de amor a cualquier abuela.
También los adultos relacionamos comida y música con mucha facilidad. ¿Quién no ha transformado en ritmo esos golpecillos del cucharón en el canto de la olla al escurrir la salsa? Pam pararapam pam pam. ¿O no ha entonado un “cocinero, cocinero” mientras hace la comida avivando la candela? A la comida, quien cocina lo sabe, a veces se le da amor así, cantándole como quien acuna un bebé con una nana.
Esta semana, Rosa Molinero escribía un artículo sobre los morteros donde apuntaba que las mujeres de Senegal cantan mientras majan y que por algo similar el almirez se usa como instrumento musical en canciones del folclore español como jotas y fandangos. Y sobre este uso del almirez en la música folclórica ya teorizó Agapito Marazuela y Youtube está lleno de vídeos de almireces acompañando al cante. Hasta hay un villancico que te invita a ello: “Dale a la zambomba, dale al almirez, que mañana es fiesta y al otro también”. Letra que seguramente hemos entonado mientras rascamos con una cuchara la botella de Anís del Mono.
Vanesa Muela, historiadora, música y divulgadora de la música tradicional, interpreta jotas con utensilios de cocina. También enseña a hacer lo propio en sus talleres para hacer música con ellos porque, como la misma Muela dice, los utensilios de cocina eran instrumentos musicales para gente que no tenía otra cosa.
Seguramente tienen a mano otros instrumentos algunos músicos callejeros, pero piensa en el remolino de curiosos que acumulan los que interpretan una melodía acariciando copas de cristal llenas de agua. O lo hipnóticos que resultan los japoneses Sou y Kumama cuando hacen música a cuatro manos con unos palillos y unos recipientes cerámicos.
La música está presente en muchas de nuestras comidas. Ya sea para cantarle, para hacer música con sus herramientas o para bailar de felicidad cuando comes algo que te entusiasma. La música puede hacerte más gustoso un ágape o amargártelo —piensa en ese hilo musical mal elegido que todos hemos sufrido en algún restaurante—. Incluso hay catas a ciegas que demuestran que un plato o un vino tomado con diferente música tiene matices muy distintos.
La comida inspira letras de canciones. Y la falta de comida, el hambre, ha sido motor de creación de muchas de ellas: ya sea cantándole a ese alimento que anhelas o porque es así, cantando, como además de espantar sus penas, muchos vieron en la música la vía para atraer sus panes.