Si hay una relación de amor-odio que me fascina es la que existe entre los vendedores de chuches y sus mejores clientes, los niños. Ese amor y ese odio van como el hambre, a ratos, y ni siquiera ellos saben quién ama más a quién ni si es el uno el que odia más al otro.
El quiosquero, tendero, pastelero, confitero —llámale como quieras— que te vende las chuches cuando eres pequeño es tu primera persona favorita sin vínculo de consanguinidad contigo. Cómo no lo iba a ser, si su nombre, su tienda, la simple visión del cartel de helados en su puerta ponía a tu cerebro a generar hormonas de felicidad a granel.
Podemos olvidar a maestros, amigos del colegio y amores de verano, pero guardamos el recuerdo nítido de aquel señor o señora que vivía entre caramelos. Y, es curioso, porque todos sonreímos con los ojos cuando pensamos en ellos.
Y ahora estás sonriendo tú también.
Sonríes porque te acuerdas de cuando le hacías dar paseos pidiéndole una chuchería de la izquierda y ahora otra de la derecha y de nuevo otra de la izquierda y luego otra de la derecha y así hasta que te dabas cuenta de que te habías pasado de presupuesto.
Entonces le decías que te quitase algo. Y cuando te iba a quitar el Chupachups, respondías que eso no, que cogiera otra cosa. Después de tomarte tus cinco minutos largos para hacer un gasto de diez pesetas, te encontrabas en la calle con tu abuelo, que te daba veinte duros. Y maldita la gracia que le hacía al hombre de las chuches cuando volvías a cruzar esa puerta. Con tu Chupachups en la boca y las manos pegajosas te hacías hueco en el mostrador y empezabas a golpearlo con tu moneda mientras guardabas la vez.
Como quien había cruzado los mares, habías vuelto y eras más rico, así que querías invertir bien. Te gastarías tu fortuna en un helado, que daba muchísimo caché, pero había que pensar bien la operación. Y todo eso, claro, se pensaba mejor con la puerta del congelador abierta, de puntillas, metiendo la cabecita dentro mientras buscabas no sabías qué. No tenías ninguna prisa, en las tiendas de chuches huele bien hasta el congelador.
Sigues sonriendo porque sabes que en aquel momento te caía algún desplante. Un “¡A ver esa nevera!”. Y pensabas: “¡No me regañes, que soy rico! ¿A que no vuelvo más?”. Pero necesitabas volver a ese lugar, aunque te regañasen, como ese lugar necesitaba que tú volvieras, aunque dieses por saco con cien pesetas toda la tarde.
Volvías, claro. De hecho, te acababa de tocar gratis otro Mikolápiz. Volvías triunfal. El rey del azar que levantaba sospechas como un binguero mafioso si te tocaron más de dos helados gratis seguidos. Como si tú, niño de ocho años, tuvieses una máquina de falsificar palos premiados.
El invierno vaciaba los congeladores y llenaba las vitrinas de pasteles. Vitrinas marchitas de lunes a miércoles que resucitaban los jueves. Entonces, mientras esperabas tu turno, en vez de dar con la moneda en el mostrador, pegabas tu nariz en el cristal de las tartas. Y fantaseabas con tus amigos: “¿Cuál te comerías si fuese tu cumpleaños?”.
Mi favorita siempre fue la de yema. La que más odié, la de nata.