Cuando una queda a comer con gente, sabe cuándo empieza el encuentro, pero nunca cuándo va a acabar. Salvo que haya tenido la habilidad de fijar un compromiso posterior, claro.
No soy una hater de las sobremesas. Las disfruto, sí, pero me generan un punto de desasosiego porque me encantaría saber cuánto durarán, así que hay algo en el fondo de mi ser que agradece que alguien marque de antemano el fin a lo que promete ser un eterno loop alrededor de la mesa.
Igual que se nos inculcan unos códigos para sentarnos a la mesa dentro de nuestras normas sociales, y se nos repite de manera machacona que no hay que levantarse de la mesa hasta que todos hayan acabado de comer, no estaría de más alguna indicación sobre cuándo dar por finalizada la sobremesa sin caer en la mala educación por exceso o defecto.
La sobremesa es como la tortilla, cada uno la hace a su manera y la suya siempre es la buena. En mi familia siempre hemos sido de sobremesa breve: Comemos, tomamos postre, cinco o diez minutos más de charla y quien quiera se puede ir a echarse la siesta o a seguir con su vida, nadie lo va a mirar raro. Quien prefiera seguir de palique, con postres, licores o a palo seco, tiene nuestras bendiciones, pero eso sí, ha de saber que le toca recoger el mantel y colocar las sillas en su sitio.
Hay familias donde la sobremesa se alarga, y alarga, y alarga hasta que —por puro mecanismo de defensa, porque alguien tendrá que parar ese robo de tiempo—acaban discutiendo. En ese caso la señal de que la sesión se levanta está clara: el primer portazo.
Poca broma, que esto de las sobremesas pone a prueba además de la salud de la relación entre los comensales, otros aspectos de la psicología humana. A veces casi se convierte en una especie de pulso: cobarde el que primero se levante. Y de aquí no nos movemos hasta que entre la madrugá.
Me gustaría dejar claro que si juegas en campo contrario, tienes que tener la suficiente medida para saber cuándo dar las gracias por la comida y el rato y largarte. Irte muy pronto te convierte en un tragaldabas: viene, llena el buche y se va. Pero cuidado con alargarlo de más, porque puede que estés ahí tan contento dando tu particular visión sobre el tema candente del momento, amenizando los postres, los bombones, el café, la copa, la siguiente ronda de postres, la segunda copa, el regreso del queso que sobró del aperitivo y la vuelta a la copa de vino.
Entonces, para no interrumpir tu discurso tan bien tirao te invitan a cenar. Salvo que las señales de que todo el mundo está a gusto sean muy, muy claras, te desaconsejo con fuerza afrontar así una sobremesa en campo contrario. Se han dado casos de invitados que tuvieron que acostar a los anfitriones, bañarles a los niños y darle el último paseo del día al perro. Y, hombre, tampoco es eso.
Jugar en casa tampoco es fácil a la hora de dirigir la sobremesa. Has de hacer un poco de animador-moderador, pero sin pasarse. Buscando el equilibrio justo para que el invitado sienta que lo tuyo es hospitalidad, no un intento de secuestro.
Además del tiempo que se invierte en la sobremesa, qué se hace en este momento del día también es digno de análisis. Lo que más suele darse es conversar, sin más, y a mí esto ya me parece bien.
Otros ven la tele o ponen una película. Ésta es la forma suave de asumir que algunos prefieren hacer la digestión dando una cabezadita sin que nadie se sienta incómodo. Y otros, hablo siempre de adultos, tienen que pasar la sobremesa jugando a algo o si no les cambia hasta el semblante. Entonces, por alguna norma de los números pares, te obligan a jugar o te excluyen y, lo peor de todo, la sobremesa dura lo que a ellos les dura la partida o el buen perder.
Cualquiera que me conozca un poco sabe que odio con todas mis fuerzas los juegos de mesa y que dejé de jugar a las cartas antes de la adolescencia. Aún así, hace poco me regalaron una baraja española porque sabían que me iba a hacer gracia. La gracia estaba en que es la baraja de la cocina española que la ilustradora Silja Götz reinterpretó reinterpretó el año pasado para conmemorar los 150 años de Naipes Heraclio Fournier.
En este diseño, los oros son naranjas, los bastos aparecen como jamones, las espadas son pescados y las copas, vino. Los reyes de cada palo son cuatro figuras destacadísimas en la gastronomía española: Abú al-Hasan para los oros, Ferran Adrià como rey de jamones, la Marquesa de Parabere siendo reina de pescados y Simone Ortega como reina de copas.
La baraja tiene algunos naipes extra (sin valor para el juego) donde explica la biografía de los reyes y reinas que aparecen representados y la receta de la tortilla de patatas.
A todo esto, la tortilla la ponen con cebolla y el as de copas, no lo he dicho, es una botella de Tío Pepe. No te conozco, Silja Götz, pero me caes muy bien.