Teníamos diez u once años y llevábamos semanas pensando en el Domingo de Resurrección.
Ese domingo era nuestro último día de vacaciones, pero nos daba igual, nos pasábamos la Semana Santa deseando que llegase ese día y no precisamente para volver al colegio, no. Ansiábamos tanto el Domingo de Resurrección porque todas las amigas nos íbamos a comer al campo y eso, a aquella edad, era un acontecimiento importantísimo.
Antes del domingo, nos juntábamos las diez o doce habituales de la pandilla, más las amigas que venían al pueblo a pasar esos días con los abuelos. Quedábamos para hacer los peleles y, después de los peleles, hacíamos la lista de la compra para la comilona del domingo.
Para los peleles, cada una traía algo de ropa vieja: un chándal, un pantalón roto de trabajo, o un pijama que se le había quedado pequeño a alguno de nuestros hermanos. Cosíamos torpes, como pueden coser unas niñas de diez u once años, las mangas y los cañones del pantalón. Luego, rellenábamos la prenda de serrín de la carpintería del Tío Benito, de papel de periódico o de recortes de lana del taller de costura de mi madre.
Uníamos esas piezas de ropa hasta darle formas humanas esperpénticas. Les pintábamos ojos de mirada espantada y bocas con sonrisas descomunales. Todo muy tosco, muy feo. Y cuanto más feo quedaba, más gracia nos hacía nuestro pelele.
El sábado por la mañana, antes del gran domingo, quedábamos otra vez todas en la puerta de algún supermercado del pueblo, que ese día estaba lleno de pandillas de jóvenes de todas las edades. Una de nosotras hacía de tesorera y recogía las quinientas pesetillas (tres euros) que poníamos cada una para comprar chorizos, tiras de panceta, chuletas de aguja de cerdo para asar, más pan del que podíamos comer y cantidades ingentes de refrescos y snacks.
Cuando llegaba el domingo por la mañana, comenzábamos bien temprano a mantear los peleles (nosotras decíamos “mantelear”). Cantábamos canciones mientras movíamos al pelele en la manta y, cuando terminábamos la coplilla, decíamos “arriba con él” lanzándolo al aire. Al oír esto, salían de las esquinas un montón de chicos que venían a quitarnos al pelele al vuelo. La gracia era tirar del muñeco y pelearlo. Correr detrás de ellos calle arriba. Gritarnos simulando un enfado que no colaba porque nos estábamos muriendo de risa. Tirar del muñeco para arrebatárselo y evitar por todos los medios que se lo llevasen entero. Y por esos tirones, la calle se llenaba de serrín de la carpintería del Tío Benito, de papel de periódico o de recortes de lana del taller de costura de mi madre.
Al quedarnos sin peleles, cogíamos las bolsas con nuestra compra de comida y partíamos a algún rincón del campo. Por el camino íbamos recordando las anécdotas de cada carrera que acabábamos de dar y nos enseñábamos, orgullosas, algún arañazo que había dejado la batalla.
Llegábamos al campo aparentando estar exhaustas. Extendíamos una manta vieja en el suelo, nos servíamos unos refrescos, abríamos una bolsa de patatas fritas y unas aceitunas y tomábamos el aperitivo, sin saber que estábamos tomando el aperitivo porque éramos demasiado pequeñas para ponerle nombre a aquella comida del día. De extra, cada una solía llevar una bolsa de gominolas, no sea que nos quedásemos con hambre. Y mientras nos comíamos a tirones aquellos regalices, esperábamos al padre de alguna de nosotras que se había quedado al cargo de venir a echar la lumbre, asarnos las chuletas y apagar el fuego.
Así se iba agotando el día, un día que nos dejaba felicidad y Coca-Cola de sobra para volver a juntarnos otros domingos hasta el final del curso. Y, cuando queríamos darnos cuenta, estábamos planificando las tardes de piscina y las noches de verbena del verano.
Ya son dos años que no habrá pandillas de niños en la puerta de ningún supermercado de Horcajo, ni peleles, ni comilonas. Y yo sólo espero que a esta generación de niños no se le olvide nunca que tienen derecho a recuperar estos Domingos de Resurrección con sus amigos en el campo.