Tengo que escribir esta columna y me encuentro buscando la inspiración en el techo, que es un sitio donde nunca hay ideas, pero, por si acaso, no dejo de mirarlo.
En realidad, no es así. Para encontrar de qué escribir, me busco el apetito consultando los libros, revistas y webs que nunca me fallan, pero hoy no veo nada. Me he puesto un capítulo de Ugly Delicious y otro de Chef’s Table, pero tampoco. Por último, he hecho eso que siempre me funciona cuando tengo hambre o necesidad de escribir: ir al mercado a comprar algo. Ni allí ha habido suerte.
La cosa tiene guasa porque tengo un Word con una lista de temas sobre los que escribir que voy apuntando según se me van ocurriendo, pero esa lista es el equivalente al menú que te hace el nutricionista: no ha llegado el día en que me apetezca hacer lo que pone. Así que, según lo abro, lo leo con pocas ganas y lo cierro, como cierras la nevera la decimoséptima vez que la abres en la misma tarde.
Creo, seguramente esté equivocada, que los temas son más jugosos cuando los escribes según se te ocurren. Eso no tiene nada que ver con el tema, sino con recibirlo con el ánimo con el que tratas un alimento fresco recién traído del mercado. Si lo dejas en la despensa, a veces ocurre que llega un momento en que ya no lo ves apetecible y entonces empieza la decadencia. Parece que esperas que se eche a perder definitivamente. Lo vas mirando cada día, como se te hubieses propuesto mantenerlo ahí, en la reserva, hasta que puedas decir “¡vaya, qué pena, se me ha podrido este pimiento!” y puedas tirarlo a la basura y olvidarte de él. Eso es exactamente lo que les pasa a los temas de mi Word. Si pensase jamones en vez de pimientos, con el tiempo estarían mejor.
Lo que merece reposo no son las ideas sino los textos en que se desarrollan. Como si fuesen un potaje, una vez que están hechos, es recomendable dejarlos quietecitos una noche y al día siguiente volverlos a probar de sal y darles el último meneo antes del envío. Lo malo es que, como ocurre también en la cocina, no siempre se tiene tiempo ni posibilidad de trabajar así, y hay que cocinar y servir inmediatamente. O con cierta previsión, y entonces te toca sacar de esa alacena el artículo propuesto y potenciarle todo su sabor. Te apetezca o no.
Para escribir, como para cocinar, también hay medidas, ingredientes, recetas y emplatados. Aún así, hay que ser consciente de que lo que hagas, por muy elaborado que esté, no le va a gustar a todo el mundo. Si las croquetas no tienen la aprobación universal, ¿cómo la va a tener un texto? Te puedes apuntar a cursillos —de escritura y de cocina— y te darán pautas, pero cada uno le pondrá su alma y llevará ese plato, o ese texto, a su terreno, a su gusto, a lo que tiene a mano, a su público y su contexto.
Ni con los mismos ingredientes, que son en escritura las palabras, sale lo mismo de diferentes manos. Y, como pasa también en cocina, ni siquiera de las mismas manos, y los mismos ingredientes, sale exactamente el mismo resultado cada día.
En la escritura, como en la cocina, tampoco falta quien piensa que nació sabiendo. Ése es un detector infalible de noveles. Un día se sentó, juntó unas cuantas palabras y salió un texto. Eso le recordó a aquel otro día de hace tres o cuatro años en el que preparó aquel arroz tan bueno que hace siempre, siempre que se juntan más de diecisiete y menos de diecinueve. Un arroz hecho con unas gambas, un choquito, una raspa de rape y un puñaíto de chirlas. Aún se pregunta el genio de dónde salieron todas esas cosas, por lo frescas que estaban dedujo que del mar, pero el caso es que cuando llegó al pie del fogón ya estaban ahí, tenía una cerveza abierta y hasta las gambas estaban pelás.
Entonces, supo ese sabio que si no se hace escritor es por lo mismo que no abre un restaurante, porque prefiere dedicarse a algo que se le da un poquito peor.
Yo, en vez de un restaurante, lo que voy a abrir es mi Word otra vez. A ver si me da para un sofrito, porque tirar temas y comida es síntoma de poquísima imaginación.