Da igual las vueltas que des, el mundo que recorras, las fuentes a las que acudas o los foros que consultes, cuando busques dónde hacen los mejores callos, las mejores bravas, el mejor roscón o las mejores palmeritas de chocolate, por poner algunos ejemplos, los mejores, siempre, son los que están al lado de la casa de quien te dé su opinión.
¿Unos churritos buenos? Los de la churrería de mi calle. ¿La mejor tapa de oreja? La que me ponen los domingos en mi bar de confianza. Para hamburguesa top, top, la que hace mi Paco, el dueño del bareto de al lado de mi trabajo. Y si hablamos de pizzas, la señora napolitana que yo conozco es la maestra. Vamos, que no tienen premio todos ellos porque no quieren apuntarse a concursar.
Empecé a sospechar de esta fortuna mía cuando cambié de ciudad y entonces descubrí otras “mejores cosas”. Incluso algunas desbancaron a las que estaban en mi antiguo barrio. Así fui acumulando mudanzas y ¿qué magia es esta? En todos sitios iban aflorando las mejores cosas para seguir ganando rankings. Y como ese ranking es mío con cosas que he probado yo, siempre gano yo.
Como quiero compartir mi conocimiento, a veces publico artículos recomendando algo. Ahí descubro que si a alguien le parece bien lo que he puesto, es porque lo que he seleccionado está cerca de su casa o él lo conocía antes, más y mejor que yo. En cambio, si no cumplen alguno de los puntos anteriores, vendrá a decirme que no he puesto el mejor, que es el que conoce él que casualmente está en su pueblo.
Una, que a veces es muy reflexiva, se pone a preguntarse ¿por qué?, ¿por qué Dios me da la gloria y luego me la quita? ¿Por qué ha puesto en el mundo a otros seres humanos equivocados pero que creen no conocer el error si sólo yo tengo la verdad? Me pregunto cómo explicarles a todos ellos que eso no puede ser y lo que no puede ser además es imposible, que si los mejores sándwiches mixtos los hace el bar de al lado de mi casa, que está en Madrid, los mejores no pueden ser los del bar donde él come cuando veranea en Santander. Que yo me iría a Santander gustosa a probar esos sándwiches, pero que posiblemente no sea el bar, ni el sándwich, ni Santander, es que hay dos cosas que no podemos cambiar: mi paladar por el suyo ni las ganas de ceder.
Luego, te das cuenta de que una cosa y la otra, el paladar y las ganas de cambiar de opinión, son cuestión de educación, entendida ésta como “práctica”. El paladar se educa y se acostumbra a lo que va probando, y por eso lo que estamos acostumbrados a comer nos está tan bueno y a veces nos cuesta salir de ahí. Y las ganas de cambiar de opinión, bueno, eso también hay que ejercitarlo todos los días un poquito. Pero requiere más tiempo.
Hay quien se mosquea cuando vienen a decirle que falta lo mejor en el ranking que ha hecho. Yo me he dado cuenta de que me viene de perlas para ampliar mi campo de batalla porque, al fin y al cabo, conocer y dar a conocer es parte de mi profesión.
A todo esto, hoy es el día de la tortilla. ¿Sabéis cuál es la mejor tortilla de patatas del mundo? La mía, con cebolla al jerez. Y ahí no hay debate ni debata.