Es acercarse el 14 de febrero y las agencias de comunicación se vuelven locas proponiéndome dónde ir a cenar por San Valentín. He perdido la cuenta de la cantidad de mails recibidos esta semana con ofertas de menús románticos, packs gourmet “Especial Amor” y promociones para celebrar el día de los enamorados cebándome en pareja.
Qué frenesí. Como si les hubiesen dado cuerda, oye.
A mí me parece muy bien que existan días dedicados a algo y cada cual que elija a qué entregar su júbilo. Y más si se celebra comiendo y bebiendo. Que no es tradición, dicen. Bueno, a ver si se creen los custodios de la esencia que las tradiciones son como la tía Paca, que nació vieja. Para que una tradición llegue a tradición, algún día tuvo que ser una cosa moderna.
Con lo que no estoy de acuerdo es con meterse con la decisión que toman otros respecto a lo de celebrar o no celebrar. Y, en estos temas, veo que los que no celebramos un día somos más intolerantes con los que sí lo hacen que al revés.
Por esta insolencia nuestra, hemos conseguido que ir por la calle con unas flores, comprar unos bombones o salir a cenar el día de San Valentín con el novio, novia, marido, marida, amante, amanta, crush o crusha sea motivo de vergüenza.
Tengo la sensación de que por los Grinch del día del amor, el día de San Valentín es la música que escuchas en sesión privada en Spotify. Esa música que te da vergüenza, pero disfrutas. Todo el mundo niega celebrarlo, nadie hace nada especial ese día. Así que se ve que los restaurantes se gastan el dinero en promocionar ofertas por San Valentín año tras año porque les gusta tirar el dinero. Las pastelerías venden más bombones que ningún día, llenan los escaparates de cupidos y lazos y hacen galletitas de forma de corazón porque les ha dado por ahí.
El marketing, que es muy listo, ha visto que este día despierta filias, fobias y vergüenzas, pero deja dinero. Así que así, como que no quiere la cosa, se está empezando a instaurar el día de San Solterín, que es el premio de consolación, —lo de consolación no va con segundas—. Es ese aplauso del público y el juego del programa para quien se mete con San Valentín y no deja de dar la turra, pero en el fondo lo que le pasa es que se muere de envidia.
Echando cuentas, tenemos el día de San Solterín para los que no tienen pareja y no son esos horteras que dan todo el repelús celebrando San Valentín; el día de San Valentín, que no lo celebra nadie, pero a veces, por casualidad hay gente, mucha, que va a un restaurante el día 14 de febrero porque le apetece cenar fuera y casualmente sale a cenar con su pareja —o con la persona de quien están enamorados, que no siempre coincide—. Y los que no lo celebran “porque eso es una tontería” pero ese día compran unas flores y unos bombones porque las flores y los bombones son una cosa que siempre está bien tener en casa.
Y además de estas tres categorías, estamos los auténticos, los convencidos, los de verdad, que no hacemos nada. Pero, por si acaso, el primer San Valentín que pasamos con una pareja nueva nos aseguramos de que no se va a hacer nada. “Pero nada, nada, nada, nada, ¿eh?” Y es muy importante decir al menos cuatro “nadas” para que la otra parte vea que el pacto va en serio.
Tengo una amiga que es la reina de la previsión y cuando pasa su primer 14 de febrero con una pareja, aunque hayan decidido que no se hace “nada, nada, nada, nada”, compra unos bombones y los lleva en el bolso. Le pregunté para qué hace eso, y me dijo que hay que tener la escopeta preparada, aunque no dispares. Nunca los saca si la otra parte, de verdad, no ha preparado ninguna sorpresa por San Valentín.
Lo que no sé es qué tiene preparado responder si su novio se los ve. Espero que no sea un “no son para ti”. El caso es que siempre me la imagino diciendo lo que mi abuela cuando yo le preguntaba por qué llevaba caramelos en los bolsillos si ella no podía comer dulces: “Los llevo por si te da la tos”.