Lo que más echo de menos de salir de fiesta es volver de ella. Es de siesa decir esto, lo sé. No añoro el trayecto en Metro hasta casa, obvio. Ni esperar un taxi que siempre te quitan. Ni coger el autobús nocturno que nunca llega y cuando al fin aparece se llena de otros borrachos que siempre van más borrachos que tú, gritan más que tú y se bajan después que tú.
Lo que añoro es el momento en el que volvemos de fiesta y antes de irnos a dormir cenamos algo para que ni la cabeza ni lo que hemos bebido se mueva. Echo de menos comer con mis amigas unos macarrones con salchichas de bolsa y tomate frito barato después de salir a tomar unas copas. Los macarrones más cutres del mundo y los que mejor sientan.
Volver a casa y arramblar con la ensaladilla que al mediodía sólo te supo buena y ahora es manjar de dioses. Comerte con pegotones de mayonesa la última cuña de tortilla de patata que sobró de la cena. O esa porción de pizza que te compras de camino a casa y, aunque la pediste de jamón y te la han puesto barbacoa, te da igual, la devoras.
Todo el mundo ha acabado una fiesta en un piso de estudiante que no era el suyo comiendo rebanadas de pan de molde untados con alguna salsa industrial. Si en aquel piso había presupuesto, entre aquellas rebanadas se colaba alguna loncha de embutido, llamémosle chóped.
No sé si un plato de macarrones con salchichas a las 7:00 a.m es desayuno, ya que tu día no empieza, sino que acaba. O si se le puede llamar cena al ágape que haces cuando está amaneciendo. Hay que inventar un nombre para esta comida. Lo que sí sé es que compartir con tus amigos un plato de macarrones, o un bocadillo improvisado, o los restos de los tápers es la mejor parte de una juerga.
A esas horas no comes, engulles. Todo está riquísimo, te alimenta. Pero, sobre todo, cuando comes a esas horas y en esas circunstancias con alguien, elevas esa noche a la categoría de noche memorable, de esas que quedan para el resto de vuestras vidas.
Me gustan esos momentos y echo de menos ese fin de fiesta con gastronomía amortiguarresacas. Durante esos platos de macarrones bebiendo la última cerveza con alguien, siempre dan ataques de risa recordando alguna anécdota de la noche. Ataques de risa de esos que te pellizcan la tripa y tienes que contener para no despertar al vecino.
Es, además, curioso que cada sitio tenga su “plato típico” cierrajuergas. En las grandes ciudades, es una hamburguesa del McDonald’s o Burger King. O los fideos y bocadillos de tortilla que vendían los chinos en alguna esquina de la Gran Vía de Madrid. En las calles de Barcelona, eran los pakistaníes quienes ofrecían a deshora bocadillos y samosas.
En Gerona, a lo que se aspiraba tras una noche de casetas por San Narciso, era a llegar al “lomoqueso”. El “lomoqueso” era el montado de lomo con queso que le comprábamos a un hombre que se ponía con una furgoneta y una plancha a hacer bocadillos cerca de las zonas de fiesta. Desconozco si seguía con el negocio poco antes de la pandemia.
No cierras una fiesta en Horcajo de Santiago, mi pueblo, si no te esperas a que abran Santos y Mari la churrería Tradición. Y en mi otro pueblo, El Puerto de Santa María, para poner el broche de portuenses maneras, hay que hacer parada el Diner. Si has estado de feria y no hacías un alto en el Diner para comerte un sándwich o una hamburguesa con las míticas patatas con queso y carne, ni has estado de feria ni ná.
Y mientras escribo sobre estos momentos de comer lo que sea tras una fiesta, me pongo al otro lado del mostrador y pienso en el tipo de clientes que somos en estas circunstancias.
Salvo este detalle, que espero que cada uno solucione por su cuenta, me gusta y echo de menos todo lo demás.