El escritor portuense Enrique García-Máiquez contaba en un artículo que el día que su mujer decidió cambiar un revistero de sitio provocó un tsunami en su vivienda y en la de varios familiares. Lo que empezó como un movimiento inocente de este mueble menor, continuó con un trasiego de sofás, mesas y adornos, primero en el cuarto de estar; luego, en otras estancias de la casa y, finalmente, en las casas de otros familiares.
Estuvo hábil García-Máiquez no oponiéndose a nada, o ese revistero hubiese agitado tanto sus alas que la cosa podría haber acabado en mudanza.
El sábado pasado viví mi propio efecto revistero. En este caso, lo provocó una copa de manzanilla. Eran las 21 h. y le pregunté a mi pareja si quería algo de cena. Me dijo que él con un yogur ya tiraba. Sábado por la noche y un yogur de cena, ¿a qué viene esta austeridad? ¿Qué somos, monjes cartujos? Como mi pereza le ganaba a la gula, corté para mí un poco de queso manchego curado de López Espada, lavé unas uvas y me puse una copa de manzanilla en rama La Guita. Ésa iba a ser mi cena. Ilusa de mí.
Cuando mi compañero vio la copa, se indignó y dijo que a eso no había derecho. Como si yo se la hubiese negado o algo. Se sirvió otra copa para él y renunció al yogur, que ahora sí que no pintaba nada. Copa en mano, se apuntó a comer queso y uvas, así que corté un poco más, esta vez un Idiazábal ahumado de Atxeta Gazta y, ya que tenía el cuchillo entrenado, puse un poco de lomo embuchado y jamón ibérico.
Pero el embutido a palo seco entra mal, así que, ya que estábamos, tostamos pan. Y ya puestos, piqué un tomate de Conil. Y para el tomate, abrimos un bote de anchoas. Y al sacar las anchoas, el hummus que había sobrado de la comida dijo “llévame contigo”. Pero el hummus no lo íbamos a comer a cucharadas, claro, así que cortamos un pimiento rojo en tiras y una manzana en gajos para acompañarlo. Total, que casi acabo el sábado encendiendo la barbacoa.
En casa de unas tías de mi madre, el revistero era nuestra presencia. Era cruzar aquella puerta y, aunque fuesen las cinco de la tarde, las tías Rosa e Hilaria se ataban el mandil y se ponían a freír chorizos. Y, claro, el chorizo había que acompañarlo con pan. Y para ese pan, qué ricos unos huevos fritos. Y para que no sea todo de origen animal, vamos a meterle huerta a la cosa.
Así que, ya que tenían el aceite caliente, freían unas patatas del terreno. Y mientras se iba haciendo esto, sacaban unos frutos secos y unas Mahou, o una botella de Valdepeñas, o lo que quisieras, pero agua no, “no nos hagas ese feo”. Lo mejor era que cuando nos íbamos, nos metían unos mantecados en el bolsillo para el camino. Y aquí se originaba un nuevo revistero: por ir a ver a las tías una hora acabábamos haciendo dieta una semana.
Y es que todos tenemos al menos un revistero gastronómico en nuestra vida. O muy buen apetito, que también podría ser.