La desaparición de los hornos de leña tradicionales se ha producido en gran parte debido a la industrialización y la modernización de la producción de alimentos. Con el avance tecnológico, los hornos industriales ofrecen mayor eficiencia, control de temperatura y capacidad de producción en masa, lo que ha llevado a la disminución de los hornos de leña en entornos comerciales y domésticos.
Además, factores como las regulaciones de seguridad e higiene alimentaria también han influido, ya que los hornos tradicionales pueden no cumplir con los estándares actuales en algunos lugares.
Por otro lado, en áreas rurales o comunidades que valoran las técnicas tradicionales, estos hornos aún se conservan y utilizan como parte de la cultura local y para mantener la tradición en la elaboración de pan y otros alimentos. Pero existe otra amenaza que pone en riesgo su perdurabilidad.
Desde la década de los años 50, el obrador de la familia Martín, situado en la localidad de Sámano (Castro Urdiales), ha elaborado millones de barras de pan amasadas y cocinadas al estilo tradicional, hasta que hace diez días se apagó la llama en uno de los pocos hornos de leña que aún perduraban en Cantabria.
¿El motivo? La falta de relevo generacional para proseguir un arte en el que el tiempo se sacrifica por la dedicación, la constancia y la búsqueda del sabor de antaño.
“Lo hemos intentado por todos los medios y ha venido a trabajar gente joven, pero al final no cuaja. Se necesita sacrificio, y no todos están preparados y mentalizados”, justifica en una entrevista con Miguel Ramos, de EFE, uno de los propietarios de la panadería, Pablo Martín.
Junto a sus hermanos, Emilio -jubilado a los 70 años – y Javier -incapacitado para trabajar por problemas de salud con 57 años-, heredó este taller artesanal de manos de sus padres, quienes sacaron adelante el negocio “en tiempos muy duros y complicados”.
“Empezaron poco a poco, desde cero. Mi madre y otra hermana iban con un burro por las casas del pueblo ofreciendo el pan y luego compraron un pequeño despacho en Castro Urdiales para vender en la ciudad”, recuerda con nostalgia Pablo.
Tras finalizar el servicio militar con 20 años, él ya se pudo enganchar de lleno al oficio familiar y, desde entonces, su vida y la de su entorno familiar ha estado ligada a la creación artesanal de un alimento básico que forma parte de la dieta tradicional en medio mundo.
Más de mil panes al día
En función de la época del año, Pablo apunta que llegaban a producir “entre 1.200 y 1.500” unidades diarias y, para alcanzar esas cifras, tenía que levantarse a medianoche.
No solo importaba la cantidad, sino también el sabor y textura del producto gracias a la utilización de materias primas de alta calidad y una cuidada preparación, con largos periodos de amasado y de reposo para que el pan fermentase antes de hornear.
Su jornada finalizaba pasadas las dos de la tarde, pero también tenía que atender el papeleo administrativo antes de volver a casa, por lo que la convivencia familiar era limitada.
“Mi mujer ha sido la que ha tirado de nuestros tres hijos”, confiesa Pablo, quien lamenta que por la exigencia del trabajo tampoco ha podido disfrutar de la vida social que hubiera deseado.
Por el contrario, sostiene que los clientes se han convertido en una especie de “gran familia” tras platicar con ellos, año tras año, mientras despachaban sus creaciones.
Horno de leña contra convencional
Tampoco oculta que, más de una vez, se plantearon cambiar el horno de leña por otro más convencional de cara a ganar en calidad de vida, pero siempre desecharon ese extremo al entender que perderían el sello de identidad que siempre ha caracterizado a la familia Martín.
De hecho, Pablo cree que esa apuesta por el alma tradicional es lo que les ha permitido subsistir frente a una estandarización del producto.
“El que quería pan de leña ya sabía a donde acudir e, incluso, en la última época venían un par de furgonetas a la tienda para vender las barras por Bizkaia, porque lo que hacíamos nosotros no había en el mercado”, ha subrayado.
Nueva vida en un bar
Con 61 años, a Pablo le faltan 40 meses para jubilarse y, pese a bajar la persiana del obrador, seguirá trabajando en un bar que montaron en Castro Urdiales para poder cobrar la pensión.
Allí intentará vivir ya como el común de los mortales, mientras recuerda las anécdotas de un horno que le chamuscó el pan en más de una ocasión tras algún pestañeo o que le hizo sentir importante cuando, en época de pandemia, no cejaron en proporcionar ese producto tan imprescindible a los ciudadanos.