Nada menos que entre un 20% y un 30% de la población vive con algún tipo de dolor al que no se le encuentra una razón. Andan de aquí para allá, de consulta en consulta, buscando una explicación a lo que les pasa,a menudo atemorizados porque piensan que tienen una enfermedad grave con la que los médicos no dan. Aunque la situación para estos pacientes sigue siendo muy complicada, hay un rayo de esperanza. La manera en la que entendemos el dolor está cambiando y los casos más persistentes están encontrando su remedio.
Uno de los responsables de este cambio de paradigma es Arturo Goicoechea, un neurólogo jubilado —aunque él prefiere "desinstitucionalizado"— que lleva casi 20 años publicando libros y divulgando sobre síntomas sin explicación médica. Ha publicado recientemente El dolor crónico no es para siempre (Vergara, 2023) donde comparte un punto de vista muy disruptivo sobre el dolor. Este fenómeno es un contenido de nuestra conciencia y, como tal, está muy influido por las ideas que nos han contado y puede modificarse.
"En este libro he procurado que el lector, que entiendo que será paciente, vea que como profesional le entiendo y reconozco que su dolor es real e incuestionable. Le doy mi dictamen de que es una persona normal con un problema inabordable", cuenta Goicoechea. "Después, le explico todos los mitos que hay en torno al dolor, las nuevas vías y la importancia de la educación. Lo que intento es que se den cuenta de que estamos en un proceso de aprendizaje y no en el de una patología escondida que algún día se descubrirá".
Cuando leí el título de su libro me vino a la cabeza algo que me decía mi abuela: "Si a partir de los 50 no te duele nada es que estás muerto". ¿Este dicho es en realidad un mito?
Pues sí, es uno de los muchos mitos que acompañan al dolor que no está explicado por un incidente o de una lesión. Se da por supuesto que el dolor es la expresión de un desgaste acumulado por los años por las cargas. No, eso no es cierto.
O sea, que es posible llegar a una edad avanzada en la vida y no sentir dolor.
Sí, es perfectamente posible e, incluso, estadísticamente no se ha observado un aumento del dolor a medida que vamos acumulando años. La propuesta que hago en el libro es que, en ausencia de daño, el dolor que sentimos tiene que ver más con la información recibida que con la situación real de los tejidos que duelen. Si nos exponemos durante años a una cultura determinada es más fácil que aparezca dolor no justificado porque nuestra cultura es alarmista, medicalizadora e hipervigilante. Pero no, los años no tienen por qué acompañarse de dolor.
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¿Cómo hemos entendido hasta ahora el dolor y por qué nos equivocamos?
El dolor se ha interpretado intuitiva e ingenuamente, parece que se produce ahí donde lo sentimos: si siento dolor en el codo entiendo que ahí me sucede algo anómalo. Ahora sabemos que el dolor, como cualquier contenido de la conciencia —como los colores, los sonidos, las imágenes— no están ahí y los detectamos, sino que son construcciones complejas del cerebro. Ese es el cambio de concepción fundamental. Muchas veces no se encuentra una justificación para el dolor que sentimos. El dolor es una construcción en la conciencia y este es un ámbito misterioso y del que no conocemos todo.
El dolor tiene, entonces, mucho de cultural, de aprendido.
Sí, la cultura en nuestra especie modifica todos los aspectos de la conciencia. No sólo interpretamos el mundo por la realidad en la que estamos metidos, sino también por las atribuciones que nos han contado sobre cómo interpretarlo. Somos una especie creyente y esto tiene sus ventajas, pero también sus riesgos.
En el libro se estima que entre el 20% y el 30% de la población padece ese dolor sin justificación. Es un porcentaje muy alto, ¿por qué no conocemos más la realidad de este gran grupo?
Pues porque, en cierta manera, es una realidad que ocultan. Cuando no encontramos un motivo para el dolor del que se quejan tendemos a decir que los pacientes exageran o que simulan, pero es todo lo contrario. Los pacientes sometidos a dolor no explicado lo intentan disimular porque intentan tener una vida normal. Lo que esconde esa cifra es la ignorancia que tenemos los profesionales para explicar debidamente ese dolor, que convertimos en una cuestión psicológica. Ahora hay una gran eclosión de conocimiento sobre neurociencia y sobre biología y deberíamos utilizarlo para cambiar el paradigma: que el paciente comprenda por qué le duele tanto y por qué los profesionales no encuentran ni el motivo, ni la solución. Ese nuevo conocimiento es liberador.
¿A día de hoy ya se les puede decir a estos pacientes "esto es lo que te pasa"?
Sí, la sensación que tienen ellos es que les devolvemos a la vida desde el conocimiento. Son personas como otras, pero lo que pasa es que están atrapadas en el bucle del dolor crónico, la incomprensión y el rechazo. Para ellos es importante saber que no son ellos quienes generan el dolor, sino su organismo, que es distinto. Lo comparamos con el sistema inmune porque en él aparece el mismo problema: si uno tiene alergia al polen estornuda como si tuviera un catarro, pero no lo tiene. Es un error de atribución: el sistema inmune cree que el polen es una amenaza y reacciona. El cerebro también comete estos errores de atribución y, a veces, están favorecidos por la cultura de la medicalización.
El fentanilo y el tramadol son fármacos pensados para aliviar el dolor, pero que están causando graves problemas de adicción, ¿los estamos dando sin justificación?
Sí, en el dolor crónico no oncológico, que así es como se encasilla este dolor sin justificación, las prácticas habituales son contrarias a las recomendaciones de buena práctica clínica. Estas dicen que la utilización de opioides es muy cuestionable cuando no hay una patología de destrucción de tejidos, o cáncer, o una cirugía. Bueno, pues se están utilizando. Los profesionales recurren a las herramientas que tienen hasta agotarlas y van escalando: primero, antiinflamatorios, luego, un opiáceo débil, después, uno fuerte, antidepresivos, antiepilépticos… Les han enseñado a abordar el dolor de una manera molecular y eso no es una buena práctica clínica, según la recomendación oficial. Se está haciendo lo que no se debe hacer y diciendo lo que no se puede decir.
Además, aparte del riesgo de adicción supongo que esto ahonda en esa mala concepción del dolor…
Sí, al comprobar que a pesar de utilizar opioides, que es lo máximo que hay, el dolor sigue ahí, el paciente piensa que tiene algo escondido y misterioso con lo que los médicos no dan y que es resistente a todas las terapias. Entran en el catastrofismo, en la depresión, pero de ahí se sale y de eso trata el libro. Hay que hacer con ellos un trabajo complejo cognitivo, atencional, motivacional… Se han creado muchos hábitos y hay que intentar modificarlos para que las personas vuelvan a tener una vida normal.
¿Con este trabajo te refieres a la educación en dolor? Explíqueme en qué consiste.
Es explicar las cosas que sabemos ahora: conceptos básicos de biología neuronal o de biología inmune, el sentido evolutivo del dolor, cómo el organismo vigila y protege, qué son los sensores de daño. Cuestiones que es la primera vez que escuchan. Es lo mismo que pasaría con un paciente con diabetes, que se le explicaría todo sobre ella. Es fundamental porque siempre hay un elemento de autogestión del organismo. El individuo consciente forma parte de la gestión del organismo. Son cuestiones pertinentes para situar a la persona en una correcta interpretación de por qué le duele.
La segunda parte sería, desde la convicción de que los tejidos necesitan actividad, quitar el miedo a la actividad. Les acompañamos en el proceso de recuperar la libertad para moverse. Les decimos “no tengas miedo, yo te acompaño”. Hay que cambiar hábitos tanto atencionales, como emocionales y conductuales. Es un trabajo complejo que, por suerte, los colectivos de fisioterapeutas y médicos de atención primaria empiezan a aplicar con éxito.
¿Sería interesante empezar a educar en la infancia, con los primeros dolores?
Sí, por supuesto. El libro anterior que escribí, Sapiens, ma non troppo (2020), tenía el prólogo escrito por mi nieta de ocho años. Explica en cuatro líneas su experiencia con el dolor: en una actividad de verano con caballos sintió un dolor invalidante e intenso, pero recordó lo que sus padres, que son fisioterapeutas y trabajan con este enfoque, le habían explicado. Al final, disipó ese dolor y pudo disfrutar del campamento. Es fundamental educar a los niños en conceptos de biología y no transmitirle la idea de que en la especie humana los médicos tenemos soluciones, no sólo para curar enfermedades —que es verdad en muchos casos—, sino que tenemos también la capacidad de eliminar cualquier molestia o sufrimiento. Tratar todos esos síntomas es robarle al niño todo el proceso de aprendizaje basado en el juego, en la exploración del mundo.
¿Existen diferentes umbrales del dolor? ¿Y la creencia de que las mujeres resisten mejor el dolor porque están expuestas más frecuentemente a él por la menstruación?
Hay que distinguir entre el dolor evocado y el que aparece repentinamente. En los estudios en laboratorio el paciente sabe que le aplican estímulos conocidos y estos no tienen nada que ver con los que aparecen espontáneamente. Las diferencias en el laboratorio entre hombres y mujeres son mínimas y discutibles. Lo que es verdad es que las mujeres padecen más dolor que los hombres. Ahora bien, comparar eso con los umbrales no tiene sentido porque no podemos trasladar o reproducir el mismo dolor en otra persona.
No tiene sentido establecer quién tiene más resistencia al dolor, es una cuestión compleja. El hecho de que las mujeres experimentan más dolor que los hombres es más complejo que reducirlo a que tienen cambios hormonales. En los cursos que hacemos para pacientes hay mujeres y responden a este enfoque independientemente de dónde se origine su dolor. Si se les explica las cosas desde el punto de vista del dolor y se eliminan elementos sensibilizadores de origen cultural, el dolor mejora en muchos casos y un porcentaje alto deja de tener síntomas o, por lo menos, estos dejan de condicionar sus vidas.
A estas personas que tienen dolor crónico sin una causa clara, ¿dónde les recomendarías acudir?
Hay un déficit de profesionales preparados para abordarlo desde esta perspectiva. También hay un desinterés por parte de las instituciones: no necesitamos más unidades del dolor, ni dar más fármacos, o hacer más cirugías. En los casos en los que no hay una destrucción de tejidos hay que hacer campañas de sensibilización hacia el conocimiento de la biología del dolor. Quienes más lo hacen son los fisioterapeutas que al principio invirtieron su propio dinero para formarse porque este conocimiento era emergente. Ahora empieza a haber iniciativas públicas. Yo tengo el Goi Group con dos hijas y una compañera de trabajo, que nos dedicamos a la promoción de esta propuesta y llevamos trabajando esto desde hace muchos años. Empiezan a surgir iniciativas y en España, por ejemplo, destaca Valladolid.