A mediados del siglo XIV, la peste asoló Europa, Asia y el norte de África. La pandemia más mortífera de la historia pilló a la población desprevenida, sin medios ni recursos que pudieran frenar su expansión. Se fue improvisando con lo que se pudo, incluso se hizo un tratado para ayudar a morir bien. Sí, como lo leen. A causa de la virulencia de la enfermedad, la gente empezó a tomar conciencia de la futilidad de la vida, lo que causó un gran terror y una crisis existencial. Así, nació el Ars Moriendi, un libro para ayudar con el proceso y su asunción.
Salvando las distancias con la pandemia ocasionada por la Covid-19, en 2020 ocurrió algo parecido. De nuevo, un virus venía para recordar que aquí nadie es inmoral. No se puede escapar de 'la negra'. Esto fue lo que le dio la pista a Montserrat Esquerda, doctora en Medicina, licenciada en Psicología y directora general del Institut Borja de Bioética de la Universidat Ramon Llull, para escribir su propio 'manual'.
Se trata de Hablar de la muerte para vivir y morir mejor (Alienta editorial), un ensayo en el que la autora se para a reflexionar sobre cómo la sociedad ha convertido la muerte en algo que esconder y callar.
Y, qué es la buena muerte, se preguntarán. "Hablar de la buena muerte implica referirse a la muerte, a cómo la entiende nuestra sociedad, a cómo la acompaña y le hace espacio, a cómo la medicina aborda el final de la vida o si los profesionales sanitarios o sociosanitarios están preparados para acompañar una buena muerte", sentencia la doctora.
La buena muerte, así pues, tiene multitud de aristas. Desde lo social a lo médico. "Nuestra sociedad, ha perdido las pautas socioculturales que nos ayudaban a incorporar la muerte, ha sustituido rituales por técnica y ha priorizado la lucha contra la muerte a la aceptación y preparación", opina la experta.
El problema es que, como apunta Esquerda, este distanciamiento de la muerte "tiene un coste directo sobre las personas", que va desde el sufrimiento físico hasta el psicológico. Sin embargo, la doctora cree que las cosas están cambiando. "Lo veo con los death café o con el hecho de volver a ver niños en los tanatorios", cuenta en su charla con EL ESPAÑOL. Teniendo la oportunidad, lo primero que hay que preguntar entonces es: ¿convivir con la muerte nos ahorrará sufrimiento?
-Pues sí. Primero porque si es algo que has hablado con tu familia no será empezar la conversación en el momento doloroso, será continuarla y habrá cosas que habrás hablado. Fíjate, tenemos todos claro que hay que dejar un testamento económico para la gente, pero lo emocional, lo afectivo, incluso, las decisiones médicas no las dejamos arregladas. Quizás no es tanto dejarlo escrito en un papel, sino haber conversado hasta donde me gustaría llegar en un tratamiento, porque, por defecto, lo hacemos todo y a veces el riesgo es hacer demasiado.
Un compañero que trabaja en Medicina Rural, médico de familia, siempre me dice que, cuando visita pacientes, hay muchos que le comentan: 'Doctor, yo quiero salir de esta casa con los pies por delante', pero cuando este paciente se pone mal, lo primero que pide la familia es que se avise a la ambulancia y al hospital.
El instinto de pedir una ambulancia rápidamente, quizá, guarda relación con la creencia de que la medicina lo va a curar todo y de que podemos salvarnos de todo.
-Sí, creo que es la idea de todo. A ver, a cualquier persona que le preguntemos si es inmortal nos va a decir que no, pero en el fondo creemos que nos vamos a curar de todo. Las personas somos mortales. De algo vamos a morir.
En el libro, dices que no todo aquello técnicamente posible es éticamente correcto.
-Sí, ésta es una frase de las que fundaron la bioética, porque tenemos una enorme revolución tecnocientífica que nos ha llevado a la posibilidad de hacer de todo, pero una de las grandes preguntas de la bioética es: ¿cuál es el momento de parar? No es sencilla.
Todos, intuitivamente, aceptamos que hay un momento de parar. En oncología, por ejemplo, está bastante más claro. A veces, en ámbitos de fragilidad o cronicidad de personas mayores, cuesta más reconocer ese momento. En el fondo, son las personas quienes deben también decir hasta aquí o no hasta aquí.
Hay un aspecto que nombro bastante en el libro, que me encantó de un neurocirujano, sobre las cuatro preguntas que cualquier paciente debería hacer a su médico: ¿Es realmente necesario? ¿Cuáles son los riesgos? ¿Hay otras opciones? ¿Qué pasa si no hago nada? Esto se lo pongo a los estudiantes de medicina, porque les digo que no es algo que debería plantear el paciente, sino ser nosotros quiénes pongamos encima de la mesa estas cuestiones.
La medicina tiene claro cómo tratar, ¿pero tiene claro cómo cuidar?
-El cuidar es intrínseco al curar y es algo que se debería enseñar más. Una estudiante, que ya es médico de familia residente, durante la pandemia me dijo una frase muy buena en este sentido: "La pandemia ha sido un máster de paliativos". Ella explica que, como médico de familia, cuando llega el momento de ponerse en primera línea, con esos momentos tan caóticos, tuvo la sensación de que todo lo que había aprendido no servía para nada. Hay que enseñar que, cuando no sirve el curar, lo que siempre funciona es cuidar. Por eso me he ido a paliativos. En cierta manera, cuidar siempre es posible, no siempre vamos a poder curar, pero siempre podemos cuidar.
Nos hemos focalizado en ser muy buenos técnicos, pero los profesionales sanitarios no podemos ser sólo buenos técnicos, sino tener también muy buenas habilidades de empatía, compasión, valores.
La gente puede tener la concepción de que un paliativo es sólo la última etapa del 'desahucio', aliviar un dolor para el que no hay remedio.
-Los paliativos no son sólo adormecer, también es cuidar, acompañar y no se dan sólo al final de la vida, también sirven para personas con enfermedades crónicas invalidantes, a los que quizás se les aplica tratamientos demasiado agresivos. Hay que hacer aquello que les pueda confortar los síntomas y aliviar el dolor. Así, puede tener el mismo pronóstico de vida, pero con una calidad distinta.
El problema es que yo creo que hay como dos fases. Una cosa es el cuidado paliativo y otra es el abordaje paliativo. Los cuidados paliativos deben ser una especialidad, pero el abordaje paliativo debe tenerlo cualquier profesional sanitario. Esto es ser capaces de ver qué es lo que en esa persona no es agresivo.
En este sentido, ¿qué pasa con la gente que se apunta como última opción a tratamientos experimentales?
-La investigación es importante y hay personas que tienen claro que quieren ir a investigación, pero deben tener claro que sus probabilidades propias son prácticamente nulas, que lo que están haciendo sirve conseguir aumentar conocimiento para otros. Y es lícito, porque si vas a investigación no pueden garantizarte que eso funcione y mucha gente puede querer ir a investigación porque saben que lo que están haciendo, quizás, para ellos no sirva, pero sí para otros.
Respecto a la muerte digna, dices que no hay que confundirla con la eutanasia.
-Aquí hay debate. Con la eutanasia, damos por hecho que tenemos garantizada la muerte digna, pero no. Una muerte digna es poder morir en tu casa como tú quieras, tener personas profesionales que puedan venir a tu casa y te atiendan. Muerte digna no es querer que se produzca la muerte directamente, sino que esa persona que comentábamos que quiere salir de su casa con los pies por delante tenga los medios para cumplir su deseo y garantizar que eso se pueda llevar a cabo.
Las familias que quieren respetar esas voluntades asumen cargas enormes de cuidados.
-Hace un año salía una noticia de que murieron más de 55.000 personas en lista de espera para recibir las ayudas de la Ley de Dependencia. Eso es morir indignamente, con esas familias soportando la carga sin ayudas.
Claro, el dolor y la muerte no son sólo del que lo padece, también de las familias. ¿Y qué hay del duelo? ¿Sabemos afrontarlo bien?
-Perder a una persona querida es como si nos quedáramos sin un brazo o sin una pierna. Esto implica que te queda una herida que hay que cicatrizar y tienes que aprender a vivir sin aquello que has perdido, sin ese brazo o sin esa pierna. La herida cada uno la cicatriza a su manera. Lo importante es ser capaces de entender que el duelo tiene un impacto. El déficit de atención es de las manifestaciones más frecuentes.
¿Hay un tiempo definido?
-Cuando es un duelo de una persona significativa no va a ser menos de un año. Nadie ha definido nunca el tiempo de un duelo, nadie se ha atrevido, pero en cierta manera yo diría entre un año y dos. Cuando estamos hablando de pérdidas muy duras, como muertes por suicidio o muerte de un hijo, nos pasamos más de los dos años.
Hace poco, el trastorno por duelo prolongado fue reconocido como enfermedad mental. Esto ha sido hace nada y da la sensación de que no se le otorga la importancia que merece.
-A veces, por ignorancia, hacemos comentarios tipo 'cómo sigues llorando, si han pasado muchos meses'. Yo no es que defienda el luto, pero eso era un símbolo externo, como que mostrabas la herida, la veías externamente y, en cierta, manera uno entendía el luto cuando veía a una persona vestida de negro. Yo creo que, socialmente, permitimos muy poco las manifestaciones de malestar.
Estás especializada en el duelo en niños. Los padres intentan proteger a sus hijos del concepto de la muerte, por ejemplo, quitando una película de Disney en la que muere uno de los padres. ¿Hacen lo más correcto?
-Yo creo que son películas para hablar con los niños. Yo diría que, incluso, quizás es peor verlo y no comentarlo. Los niños preguntan sobre la muerte muy pronto, no a los ocho o nueve años, sino con dos o tres, pero aprenden a callar aquello que saben que incomoda a los adultos.
Hay una frase en el libro que, en este sentido, es bastante lapidaria: "Un niño no se traumatiza por el contacto con la muerte, sino por el contacto traumático con ella".
-Sí. El problema no es la muerte, sino que no puedan procesarla. Esto implica que, algo que han visualizado pero que no pueden expresarlo, lo van a dejar escondido y a vivir en solitario. La muerte es un tabú para ellos como antes lo era el sexo.
De cara al desarrollo, no es tanto lo que viven, sino el que tengan un contexto que les permita hablar sobre aquello que viven. Por ejemplo, con la muerte de un abuelo, hay quienes piensan: 'no llevemos al niño porque lo van a traumatizar'. Pues no, vivirlo como traumático es el problema, porque la muerte es natural y forma parte de la vida. Y, cuando más adelante tengan que vivir muertes más cercanas, resulta que les has desprovisto de herramientas para hacerlo.
Con la pandemia, han sido muchas las personas que han tenido una de esas muertes cercanas. ¿Crees que nos ha hecho aprender algo de la muerte?
-Lo pensé durante mucho tiempo y, de hecho, parte del porqué he escrito este libro fue cuando vi que no. Hay mucha necesidad de poner palabras a lo que hemos vivido, pero me da la sensación que no queremos escuchar, que queremos pasar página muy pronto.
Una compañera, que es mayor que yo, me comentaba que no puede pasar con la pandemia como con la Guerra Civil. Me dijo, que en su casa nunca hablaban de ello y esto no puede ser como la Guerra Civil, que dejó heridas profundas. Lo tenemos que hablar y ahora es el momento.