A nadie le extraña que las primeras vacunas contra la Covid-19 en pisar tierra firme provengan de Alemania, Estados Unidos, Reino Unido o China. Sin temor a equivocarnos se puede decir que son las primeras potencias científicas mundiales.
Sin embargo, el caso ruso llamó la atención de propios y extraños. Por dos razones, básicamente: fue la primera vacuna contra la Covid-19 en administrarse y lo hizo sin tener publicado absolutamente nada en revistas científicas, un paso que busca garantizar que los resultados de la investigación son fiables.
Han pasado los meses y Sputnik V ha recibido el espaldarazo científico de dar a conocer sus resultados en una publicación de prestigio como The Lancet, y además son realmente buenos: una eficacia del 92%.
Mientras tanto, España cuenta con tres posibles vacunas de gran potencial pero que no se espera que lleguen a buen puerto hasta, como mínimo, principios de 2022. Resulta hasta chocante que nuestro país, que dedica el 1,24% de su producto interior bruto (PIB) a la investigación y desarrollo, tenga sus prometedores sueros en los inicios de desarrollo clínico, cuando Rusia dedica algo menos, el 1,11% (Rusia y España ocupan los puestos 12 y 13 del mundo, respectivamente, por tamaño de su PIB, con unos 150 millones de euros de diferencia).
Quienes conocen de cerca el gigante euroasiático no se muestran tan sorprendidos. "La ciencia era el no va más en la antigua Unión Soviética, los científicos estaban en lo alto de la escala social, junto a los jerifaltes", comenta Matilde Cañelles, investigadora sobre ciencia, tecnología y sociedad del Instituto de Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC).
Cañelles estudió la carrera de Biología en la Universidad Estatal de Moscú en un momento especialmente delicado. "Me pilló la caída de la URSS y la aparición de la Federación Rusa", comenta a EL ESPAÑOL. La complicada situación política no restó un ápice de severidad a los estudios, que "estaban al nivel de las mejores universidades de Estados Unidos, por exigencia, profundidad, etc."
Medicina, salvada de la quema
La apuesta de la antigua URSS por la ciencia es bien conocida, con su principal hito en la carrera espacial. "Nos pagaban todo: alojamiento, manutención, libros… Los estudios eran increíbles". La investigadora del CSIC permaneció un año más en Moscú investigando sobre fisiología vegetal, pero la situación ya había cambiado: la mayoría de sus amigos marcharon a Estados Unidos, ella prefirió regresar a España.
Pero ofrece un matiz. Fue la ciencia básica, aquella más alejada de las aplicaciones prácticas (pero la base de estas), la que se vio más resentida en la nueva Rusia. La medicina seguía teniendo prestigio, y prueba de ello es el Instituto Gamaleya, 'padre' de Sputnik V, la primera vacuna contra la Covid-19 en ver la luz.
Tiene más de cien años de vida, la mayor parte de los cuales como institución pública y, aunque fuera de Rusia no tiene demasiado renombre, en los últimos años afirma haber desarrollado varias vacunas, entre ellas, para la tosferina, el MERS y el ébola, basadas, como Sputnik V, en el uso de adenovirus.
Si no ha oído hablar de ellas, no se preocupe, es absolutamente normal. Entre otras cosas, porque una de las características de la ciencia rusa es la opacidad. “El científico no necesitaba publicar sus datos, ni en revistas extranjeras ni, a veces, en las nacionales. Había eminencias que tenían una gran cantidad de resultados de investigaciones amontonándose en un cajón. Se han ido acostumbrando a publicar en revistas extranjeras, pero siguen manteniendo un gran nivel de opacidad”.
Ensayos con 20.000 personas
Por eso no se conoce la cantidad de dinero que Rusia ha puesto en el desarrollo de esta vacuna. Desde un primer momento, el Fondo Ruso de Inversión Directa, una especie de fondo de capital riesgo nacional que ha financiado más de 80 proyectos en el país por valor de unos 21.000 millones de euros, ha estado involucrado.
Así se explica que Gamaleya haya podido ensayar la vacuna en más de 20.000 personas, algo que muy pocas instituciones científicas no empresariales pueden hacer. Según un experto en vacunas de la industria farmacéutica que prefiere no dar su nombre, el coste de llevar a cabo un estudio de estas características supera con holgura los 5 millones de euros, cantidad inimaginable para la mayoría de proyectos de investigación en España.
He ahí otra de las diferencias entre la ciencia española y la rusa. Cuando este medio ha preguntado a varios científicos españoles sobre por qué las vacunas del CSIC no han sido desarrolladas todavía, sale a relucir la misma palabra: financiación.
En estos momentos, los investigadores del CSIC están en conversaciones con diversos laboratorios comerciales (en España y el extranjero) para poder estudiarlas en el suficiente número de personas estos prometedores hallazgos, algo que no necesita Rusia: "allí hay una gran infraestructura estatal y no necesitan acudir a empresas externas", indica Cañelles.
Aunque los primeros pasos son prometedores -sobre todo la de Enjuanes, que se administraría por vía intranasal y parece evitar la transmisión del virus-, la falta de dinero ralentiza su desarrollo. Sin ir más lejos, el CSIC no disponía de macacos sobre los que probar estas vacunas antes de los ensayos en humanos.
Mercedes Jiménez, del Centro de Investigaciones Biológicas Margarita Salas, también del CSIC, explica otro factor en la financiación. España se beneficia de macro-proyectos europeos de inversión en I+D, como el Programa Horizonte Europa. Pero estos proyectos son competitivos, lo que implica el llamado 'efecto Mateo': "se le da más a quien más tiene". Es decir, como una pescadilla que se muerde la cola, los países e instituciones con mayores inversiones en ciencia obtienen mejores resultados, por lo que en las convocatorias de ayudas son los elegidos una y otra vez. Esta es la razón por la que, además, aquellos científicos españoles que consiguen estas ayudas suelen ser personas cercanas a la edad de jubilación.
Donaciones contra la Covid-19
Curiosamente, la ciencia española ha vivido estos meses algo inusitado: donaciones privadas. "En Estados Unidos es habitual, pero aquí apenas se da, más allá de los equipos de radioterapia de Amancio Ortega", comenta Jiménez. Ha sido toda una sorpresa cómo estas aportaciones privadas han crecido “muchísimo” para investigar sobre la Covid.
Con todo, la científica lamenta los vaivenes que da la financiación de la ciencia en nuestro país, sobre todo a partir de la crisis de 2008. "Nunca vamos a llegar a porcentajes de otros países, pero se pretende que sea estable y vaya aumentando", comenta.
Estas fluctuaciones dan a conocer otra realidad subyacente: la falta de voluntad política para poner a la ciencia entre las prioridades del país. Cuba, con solo el 0,43% de su PIB (obviamente, mucho menor que el español) dedicado a investigación y desarrollo, está probando ya su vacuna Soberana02 en personas, con más de 42.000 segundas dosis administradas.
La condición de aislamiento del país, tanto por tratarse de una isla como por ser un régimen comunista, le ha llevado a impulsar la medicina y la investigación propia de medicamentos. El Instituto Finlay lleva 30 años en el diseño de vacunas cubanas de origen bacteriano y tiene varios preparados frente al meningococo, el tétanos o la difteria en circulación.
En España, mientras tanto, los investigadores siguen mirando al futuro y mordiéndose los labios.