El cerebro es una casa con mil puertas y unas pocas llaves. Una de ellas se llama dopamina, y es la que prácticamente han perdido los enfermos de párkinson; de ahí su gran temblor, su rigidez, la dificultad que les supone caminar o casi cualquier actividad que les pida una cierta precisión: escribir, coser, llevarse un vaso a la boca...
Esta puerta es de sobra conocida, pero lo que pasa más desapercibido es que devolver a los pacientes una llave similar puede hacer que se abran de par en par otras puertas antes ocultas.
Ciertos tratamientos contra el párkinson que simulan la dopamina hacen que un buen número de ellos se comporte como jamás antes lo había hecho: les devuelve el movimiento pero pueden volverse adictos al sexo o al juego, obsesionarse de forma enfermiza con hobbies como la jardinería, coleccionar sellos o llenar sus casas de muñecos de Papá Noel; pueden repetir hasta la insensatez gestos como montar y desmontar relojes o guitarras, cepillarse el pelo o arreglarse las uñas.
Es lo que se conoce como trastorno de control de impulsos, que implica auténticas adicciones que a veces pueden incluso llevar a la descomposición de sus propias familias.
Los orígenes: una contribución española
En el año 2000, neurólogos del Hospital Universitario 12 de Octubre, en Madrid, observaron algo inesperado y peculiar. Entre los enfermos de párkinson que trataban, un número sospechosamente alto eran adictos al juego, en especial a las máquinas tragaperras; casi todos habían empezado a jugar después de iniciar su tratamiento.
Lo que en su momento supuso una mera observación se volvió a ver tres años más tarde, pero en Estados Unidos. Con el tiempo se añadieron otro tipo de adicciones. "Es lo que se conoce como trastorno de control de impulsos, aunque en realidad el término es un eufemismo", comenta Javier Pagonabarraga, neurólogo adjunto en la Unidad de Trastornos del Movimiento del Servicio de Neurología en el Hospital de Sant Pau, en Barcelona. "Deberían llamarse conductas adictivas, aunque lo que se busque no sea el consumo de sustancias".
Muchas familias se han roto por esta hipersexualidad patológica, sobre todo por el consumo de prostitución
La adicción al juego fue la primera descrita; luego vinieron más. La más frecuente, de hecho, es la adicción al sexo, aunque suceda casi exclusivamente en los hombres. "Tienen un aumento de la libido que no suele limitarse a las parejas: muchas veces lleva al consumo de prostitución y a la visita continuada a páginas pornográficas en internet", apunta Pagonabarraga. "En algún caso ha llevado a condenas por delincuencia, pero eso apenas sucede. Lo que sí ocurre es que muchas familias se han roto por esta hipersexualidad patológica, sobre todo por el consumo de prostitución, en el que pueden llegar a gastar mucho dinero", añade.
Y aún hay más tipos de adicciones: están por ejemplo los trastornos por atracones de comida, parecidos a una bulimia pero sin la misma sensación de culpabilidad, en los que predomina la búsqueda del placer. También los episodios de compras compulsivas o lo que se conoce como hobbyism: la obsesión desmesurada por aficiones antiguas o nuevas, y que se mezcla con la otra pata del banco: el punding.
La "mente colgada" del párkinson
Punding es un término sueco que significa literalmente mente colgada. Se empezó a aplicar a los adictos a la cocaína o a las anfetaminas, porque solían hacer movimientos repetitivos que no tenían una finalidad determinada. "Había casos de adictos que montaban en su moto y daban vueltas constantemente a la manzana, o que se frotaban continuamente la cabeza. También era muy frecuente ver cómo ordenaban y desordenaban cajones de forma compulsiva", comenta Pagonabarraga. "Y algo muy parecido se empezó a ver también en la enfermedad de Parkinson".
Entre los primeros casos estaba el de un hombre tratado con apomorfina, una molécula que simula la dopamina y permite mejorar los movimientos de los pacientes. Se suele administrar con una bomba de infusión, un aparato que controla la dosis. De alguna manera, ese hombre consiguió hacerse con varias bombas que montaba y desmontaba continuamente, en un ciclo casi sin fin.
"En el punding los actos son propios de cada paciente, al contrario de los tics, que son transculturales y más específicos de cada enfermedad", apunta Pagonabarraga. Los autistas, por ejemplo, suelen hacer lo que se conoce como body-rocking, movimientos hacia delante y hacia atrás, como una mecedora, y lo hacen de la misma forma en cualquier lugar del mundo. El punding es mucho más particular: son gestos que en otro contexto podrían tener una finalidad, pero los enfermos los hacen porque les generan una sensación de bienestar e incluyen un componente de fascinación.
Una de las conductas más frecuentes tiene que ver con el orden. "Un hombre al que tratábamos estaba continuamente ordenando su escritorio. Una vez que lo conseguía buscaba una manera distinta, otro patrón, sucesivamente", apunta Pagonabarraga.
En un principio, los familiares están contentos porque les ven mejor y más ocupados, pero en último término acaba interfiriendo profundamente con sus vidas
Pero los casos que comenta son múltiples y se mezclan con los hobbies (hay quien separa las categorías, pero habitualmente aparecen combinadas). A veces las situaciones son de lo más peculiares, como la obsesión de un guitarrista por montar y desmontar este instrumento, la fascinación de un paciente por los muñecos de Papá Noel con los que terminó llenando su casa o la incansable dedicación que otro enfermo tenía por su huerto. "Envasaba conservas para todo el barrio porque no sabía que hacer con todo lo que cultivaba", comenta el neurólogo.
La fascinación que les suponen sus nuevas aficciones hace que se muevan mejor. "Funciona como un refuerzo positivo. Todos dicen que el tiempo se les pasa más rápido y, en un principio, los familiares están contentos porque les ven mejor y más ocupados. Pero en último término acaba interfiriendo profundamente con sus vidas".
La voz del paciente
Algo así le sucedió a Carmen Megías. En el año 2005 -cuando trabajaba de enfermera precisamente en el Servicio de Neurología del hospital de Sant Pau- fue diagnosticada de párkinson por el propio Pagonabarraga. "Recuerdo que, del cansancio que me provocaba el temblor, sentía ganas de desenroscar el brazo derecho para así descansar", comenta.
Pronto empezó el tratamiento con agonistas dopaminérgicos, y casi desde el principio aparecieron las conductas adictivas. En su caso tenían que ver fundamentalmente con la jardinería. "Empecé con una planta en el balcón, pero pronto llegué a tener más de cuarenta: las regaba, las cambiaba de sitio, las trasplantaba, pintaba las macetas, buscaba continuamente información en internet. Hacía cualquier cosa relacionada con ellas. Estaba desde por la tarde hasta las cinco de la mañana. Perdía completamente la noción del tiempo".
Un día mi hija de nueve años me dijo que prefería las plantas antes que a ella
Pagonabarraga le había avisado, a ella y a su familia, de que algo así podía suceder. "Pero de aquellas todavía se conocía poco, y el mensaje se centraba más en la adicción al sexo o al juego", comenta Megías. "Yo no era consciente de lo que pasaba, es como si te quitasen la voluntad, y mi familia no lo supo ver. Hasta que un día mi hija de nueve años me dijo que prefería las plantas antes que a ella. Ahí fue cuando me di cuenta de que tenía un problema y que estaba perdiendo a mi familia. Ahora mis hijos me dicen que estuvieron varios años sin madre".
La explicación: un cerrajero maestro
El párkinson es una enfermedad debida a la progresiva muerte de las neuronas. Aunque no son las únicas afectadas, de las primeras en mostrar su deterioro son las de una parte de la sustancia negra, una pequeña región oscura en el centro del cerebro (a la altura de los ojos) que es la principal productora de dopamina cerebral. La dopamina es un neurotransmisor que abre muchos circuitoscerebrales.
Uno de los primeros que se dañan es el que regula el movimiento fino y preciso, de ahí los síntomas principales de los enfermos, con su temblor característico. Pero otras de las puertas que abre y llevan hasta el núcleo accumbens, el llamado "centro del placer". Son las áreas de la recompensa, las que se activan cada vez que recibimos un premio, del tipo que sea. Las que se vuelven locas con la cocaína, con las anfetaminas y con cualquier droga como tal.
Para tratar el párkinson hay que compensar ese déficit de dopamina con L-Dopa, un precursor de esta hormona o con agonistas dopaminérgicos (como la apomorfina), moléculas diferentes pero que asemejan de forma más estable su función. Pero los agonistas no son una llave igual a la original y abren con más facilidad las puertas de la recompensa.
"Prácticamente estas conductas sólo aparecen entre los tratados con agonistas dopaminérgicos, pero lo hacen hasta en un 30% de los casos, y el 10% se consideran de gravedad", apunta Pagonabarraga. "El problema es que, aunque avisemos de que puede suceder, los enfermos no suelen ser conscientes de su situación y la niegan. Como sucede en otras adicciones -sobre todo con el alcohol- los pacientes son incapaces de identificar su enfermedad. Solo uno de cada cinco nos lo reconoce espontáneamente".
Las soluciones
"En el caso de que aparezca un trastorno, en general lo que hay que hacer es retirar el medicamento progresivamente y probar con otro tipo de tratamientos", comenta Pagonabarraga. Se suele pasar por probar con la L-Dopa o con fármacos menos potentes. O, en los casos más graves, con la cirugía (se introduce un electrodo en el llamado núcleo subtalámico para mejorar los movimientos).
Pero para eso hay que identificar a los pacientes, algo que no suele ser fácil. "Estamos buscando marcadores que nos permitan predecir quiénes tienen más riesgo", comenta el médico. Algunos podrían ser genéticos. Otros parece que estarían basados en la personalidad y la conducta previa: aquellos con rasgos más impulsivos o con antecedentes personales o familiares de adicciones son más proclives a desarrollarlas. Mientras tanto, solo quedan la información y el seguimiento.
"A veces me pregunto por qué seguimos dando estos fármacos", comenta Pagonabarraga. Y él mismo se contesta: "Supongo que porque cuando no dan efectos adversos funcionan muy bien".
El caso del pintor reaparecido
El equipo del propio Pagonabarraga publicó en el año 2009 el curioso caso de un pintor aficionado diagnosticado con la enfermedad. "Cuando llegó a la consulta estaba apático (una de las posibles fases del párkinson) y llevaba un año sin pintar". Pero todo cambió cuando comenzó el tratamiento con los agonistas dopaminérgicos: "No solo retomó la pintura, sino que llegó a hacerse profesional. Cambió y mejoró su estilo, haciéndolo más impresionista, y empezó a tener bastante éxito". Pero en el fondo era una adicción: "Se volvió incontrolable. Apenas dormía ni se relacionaba con su familia. Pasaba casi todo el tiempo pintando".
Llegados a ese punto, decidieron bajarle la dosis: volvió prácticamente al estado inicial. Había desaparecido la adicción, pero también el vigor. "Excepcionalmente decidimos volver a subirle un poco la medicación, buscando un equilibrio". Al parecer lo lograron, porque aún hoy sigue pintando.
¿Qué es lo que hace el tratamiento en personas como él? No se sabe a ciencia cierta, pero se sospecha. Un estudio del año 2012 comprobó que los pacientes con párkinson bajo tratamiento, incluso los más artísticos, no superaban en un test de pensamiento creativo a la media de las personas sanas. La hipótesis es que al aumentar la cantidad de dopamina pierden cierta inhibición previa, y sobre todo que la recompensa que obtienen con sus obras es mayor de la que sentían antes. Y de la que siente el común de la gente. Por eso prueban, y por eso insisten.