Tanto los diabéticos como las personas que inician una dieta para perder peso suelen prescindir del azúcar de mesa (sacarosa) y reemplazarla por fructosa. Al contrario que la sacarosa, la fructosa no requiere de insulina para ser incorporada a las células.
Por ello, se ha generalizado la percepción de que la fructosa es “bastante más sana” que la sacarosa, lo que ha favorecido el aumento en su consumo durante los últimos años incluso en pacientes saludables.
Sin embargo, y aunque resulte paradójico, la fructosa parece no ser tan beneficiosa como se pensaba.
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La obesidad nos desborda
Es evidente que el objetivo de reducir el consumo de azúcar está más que justificado. En las últimas décadas la prevalencia de la obesidad y de alteraciones relacionadas ha aumentado hasta alcanzar cifras preocupantes y se prevé que afecte a más de 1.000 millones de personas en 2030. A pesar del carácter multifactorial de la obesidad, los principales detonantes son los factores ambientales, como llevar un estilo de vida sedentario y patrones dietéticos inadecuados.
En concreto, uno de los patrones dietéticos más extendido en las últimas décadas, y que se asocia con un mayor riesgo de desarrollar obesidad, es la dieta “Western” u occidentalizada. Se caracteriza por ser altamente energética, rica en azúcares libres y grasas saturadas, pobre en verduras y frutas, y, en consecuencia, en fibra. El debate está en las alternativas.
La fructosa es el enemigo invisible
Dado que estos factores ambientales son controlables, las terapias convencionales frente a la obesidad se centran en restringir la ingesta energética (dietas hipocalóricas) y aumentar el gasto energético (actividad física). Este tipo de tratamientos también se recomienda para individuos con diabetes tipo 2, ya que la mayoría de los mismos son también obesos.
Asimismo, sustituir la sacarosa o azúcar de mesa por fructosa ha sido una práctica común en la dieta de personas diabéticas. Esto se debe a que, al contrario que la sacarosa, la fructosa no requiere de insulina para ser incorporada a las células. Por ello, se ha creado la percepción de que la fructosa es “más sana” que la sacarosa, favoreciendo el aumento en su consumo durante los últimos años.
Además, la industria alimentaria ha incorporado fructosa (en cantidades elevadas) en una gran variedad de productos mediante endulzantes como el sirope de maíz.
Primera parada: hígado
Pero ¿es realmente tan sana como la pintan? Para responder debemos tener en cuenta que, tras su absorción intestinal, la fructosa se dirige al hígado vía vena porta (la que transporta la sangre desde los intestinos, el bazo, el páncreas y la vesícula biliar hasta el hígado). Allí se metaboliza para ser utilizada como sustrato en diversos procesos metabólicos.
Esta metabolización (fosforilación) de la fructosa puede dar lugar al agotamiento de las reservas hepáticas de fosfato libre. Como consecuencia, además de aumentar la generación de purinas (base nitrogenada), puede derivar en una mayor producción de ácido úrico, que es un factor de riesgo para el desarrollo de gota.
Además, el consumo crónico de fructosa provoca alteraciones en el metabolismo lipídico. Su incorporación y metabolización en el hígado produce un metabolito (malonil-CoA) que incrementa la síntesis de ácidos grasos. Además, inhibe la enzima encargada de introducir los ácidos grasos en la mitocondria para su oxidación (carnitina-palmitoiltransferasa-1a, CPT1a).
Como consecuencia del desajuste en la síntesis-oxidación de grasas, la acumulación de grasa en el hígado se ve favorecida, aumentando el riesgo de esteatosis (exceso de triglicéridos en el hígado) y favoreciendo la secreción de lipoproteínas de muy baja densidad (VLDL) a la circulación.
Este mayor vertido de triglicéridos a la sangre no solo incrementa el riesgo de sufrir enfermedades cardiovasculares sino que, además, aumenta su disponibilidad para su incorporación al tejido adiposo visceral, esto es, en el abdomen y alrededor de los órganos. Todo ello se ha relacionado con una inflamación crónica sistémica de bajo grado.
La fructosa puede causar diabetes
Paradójicamente, la fructosa (en teoría la alternativa al azúcar de mesa de los diabéticos) ha pasado de ser “la solución” a causar el problema. El consumo de este azúcar puede contribuir al desarrollo de resistencia a la insulina en sujetos no diabéticos.
Se debe a que, cuando un individuo obeso no diabético ingiere fructosa, sus niveles de una hormona llamada GLP-1 (hormona peptídica similar al glucagón- tipo 1) aumentan de forma rápida y prolongada en el tiempo. Este aumento parece estar directamente relacionado con una mayor secreción de insulina por el páncreas.
Además, si el aumento de los niveles de GLP-1 se mantiene en el tiempo, la secreción de insulina también se mantiene. Como consecuencia, se produce un estado de hiperinsulinemia que puede alterar la sensibilidad a la misma y derivar en un estado de resistencia a la insulina.
Por otro lado, la sobreproducción de ácido úrico en el hígado, derivado del consumo elevado de fructosa, se relaciona con la resistencia a insulina.
No toda la fructosa es igual
Es necesario matizar que la fructosa, además de representar uno de los azúcares añadidos más consumidos, también está presente de forma natural en frutas y verduras. Si bien la estructura de la fructosa es igual esté en el alimento en el que esté, es la matriz alimentaria el factor que determina su efecto fisiológico.
Mientras que las bebidas azucaradas contienen fructosa en forma libre y no presentan más nutrientes, las frutas y verduras están conformadas por una matriz compleja en la que se incluyen la fibra, micronutrientes (minerales y vitaminas) y otros componentes no nutritivos como los polifenoles, relacionados con un mejor estado de salud.
Que todos estos compuestos acompañen a la fructosa hace que su impacto metabólico varíe, por ejemplo, ralentizando su absorción intestinal. Por ello, más allá del contenido en fructosa que tiene una fruta (6 gramos en 100 gramos de plátano) en comparación con una bebida azucarada (6.3 gramos en 100 gramos de bebida de cola), lo importante es la matriz donde está incluida.
Por ello, el consumo de frutas y verduras no se ha relacionado con los problemas metabólicos descritos anteriormente para el consumo de fructosa libre añadida. Muy al contrario, se recomienda consumir fruta para gozar de buena salud.
* Laura Isabel Arellano García es estudiante de Nutrición y Salud, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea.
* Iñaki Milton Laskibar pertenece al área de Nutrición y Bromatología, Facultad de Farmacia, Universidad del País Vasco (UPV/EHU) y Centro de Investigación Biomédica en Red de la Fisiopatología de la Obesidad y Nutrición (CiberObn), Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea.
* María Puy Portillo es catedrática de Nutrición en el centro de Investigación Biomédica en Red de la Fisiopatología de la Obesidad y Nutrición (CIBERobn), Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea.
** Este artículo se publicó originalmente en The Conversation.