Hace tiempo que la industria del yogur decidió sacar el máximo partido posible al lácteo que más fama de saludable tiene desde el origen de los tiempos. Basta con pasarse por la sección de yogures de cualquier supermercado para encontrar, aparte del clásico yogur natural, más de 20 variedades distintas: yogures de frutas, de sabores, edulcorados, con mermelada, desnatados, sin azúcar, con bífidus, y hasta con cereales. En muchos de ellos, además, se hace alusión a su bajo contenido en grasa, cuando no es precisamente lo más importante.
El verdadero problema de un yogur no está en su perfil lipídico, sino en el azúcar, tal y como han indicado algunos estudios científicos publicados en los últimos tiempos. Pese a que el contenido se ha reducido una media de 1,5 gramos desde hace un par de años, los yogures que pueden clasificarse como bajos en azúcar -los que tienen menos de cinco gramos de azúcar por 100 gramos- representan sólo el 15% del total, según un trabajo científico publicado en la revista Nutrients este mismo año. Esta cantidad representa un problema si tenemos en cuenta que la OMS establece un máximo diario de unos 25 gramos en una dieta de 2.000 kilocalorías.
Un yogur, según la norma de calidad que rige en España, es "el producto de la leche coagulada obtenido por la fermentación láctica mediante la acción de Lactobacillus bulgaricus y Streptococcus thermophilus a partir de leche o de leche concentrada, desnatadas o no, o de nata". Es decir, para que un yogur pueda denominarse como tal ha de tener leche y estos dos fermentos lácticos. "Algunos yogures también contienen leche en polvo o proteínas de la leche por motivos tecnológicos", señala la farmacéutica y dietista-nutricionista Marián García en su libro El jamón de York no existe (La esfera de los libros, 2018).
De esta forma, el yogur más sano que podemos encontrar en el supermercado es el natural de toda la vida, que tal y como explica García responde a la regla del 3-4-3. Es decir, contiene alrededor de un 3% de grasas, un 4% de azúcares y un 3% de proteínas. Sin embargo, hay variedades cuyo contenido en grasa es mucho más elevado y siguen siendo igualmente saludables. Es el caso de los yogures griegos, que fueron indultados en uno de los estudios publicados sobre el exceso de azúcar, esta vez en la revista BMJ Open.
Si atendemos al perfil de cualquiera de estos yogures podemos ver que el contenido en grasa asciende prácticamente a 10 gramos por cada 100 de producto, mientras que el de azúcares y proteínas es similar al del natural: 3,6 gramos y 3,4 gramos respectivamente. La razón por la que esta variedad es tan rica tiene que ver con su proceso de fabricación. "El yogur griego tradicional se hace desecando el yogur, retirando parte del agua para obtener una textura más cremosa. Aquí conseguimos ese efecto añadiendo nata al proceso de elaboración, lo cual aumenta el aporte de grasa obviamente, pero no es algo negativo", reconocía la dietista-nutricionista Isabel Pérez a este periódico en otro artículo sobre el yogur griego del Lidl.
Tal y como explicaba Pérez, la grasofobia es un drama nutricional que venimos arrastrando desde hace tiempo. El común de los mortales suele rechazar algunos alimentos calóricos por el simple hecho de contener grasa, cuando ni toda la grasa es igual ni un alimento con grasa es insano per se. De hecho, un puñado de nueces tiene más calorías que un Bollycao y no hay comparación entre el aporte de un alimento y otro para nuestro organismo. Además, en contra de lo que siempre se ha pensado, los lácteos enteros han demostrado ser mejores para la salud que los desnatados, según algunos importantes estudios publicados recientemente.
Así, si el yogur griego que estamos comprando en el súper incluye únicamente un aporte mayor de grasa e igual de azúcar que el natural, podría ser una alternativa aceptable. "Un yogur que tiene un mayor porcentaje de grasa, de una grasa que no es la más saludable, no debería sustituir sistemáticamente a los yogures 3-4-3", escribe Marián García en su libro. "Dicho esto, si la composición es simplemente ‘leche, nata, proteínas y fermentos lácticos’, es una alternativa sabrosa que tendría cabida en la dieta de manera puntual".