Ya han pasado 90 años de uno de los descubrimientos más trascendentales de la historia de la medicina, un hallazgo casual que desde entonces ha salvado un número incalculable de vidas: la penicilina.
Era 1928, Alexander Fleming trabajaba en un hospital de Londres y cultivaba la bacteria Staphylococcus en placas de Petri, tan comunes en cualquier laboratorio entonces y ahora. El caso es que se fue de vacaciones –los científicos también tienen esa suerte, sobre todo si no les abruma la burocracia española– y cuando volvió en septiembre observó que algunas placas se habían contaminado con un hongo verdoso que había inhibido el crecimiento de la bacteria.
Podía haberlas tirado, y entonces no estaríamos contando esta historia. Pero decidió analizar lo que había pasado. El hongo, del género Penicillium, había dado lugar a una nueva sustancia que Fleming decidió llamar penicilina. Aunque publicó su descubrimiento al año siguiente, en un primer momento el escocés no fue consciente de la importancia de su hallazgo, ya que ni siquiera experimentó con animales para comprobar si la sustancia podía curar una infección bacteriana.
Sin embargo, así era. Años más tarde, Howard Walter Florey y Ernst Boris Chain continuaron su trabajo en la Universidad de Oxford y comprobaron que la penicilina mataba las bacterias y no era tóxica para los ratones. En plena II Guerra Mundial, con las bombas nazis lloviendo sobre Inglaterra, perfeccionaron la técnica para purificar el antibiótico y realizaron los primeros ensayos en humanos. Para Estados Unidos el desarrollo de la penicilina se convirtió en una prioridad en pleno conflicto para evitar que los soldados muriesen por heridas infectadas.
Fue a partir de entonces cuando le llegaron los reconocimientos tanto a Fleming como a los colegas que habían continuado su trabajo, sobre todo en 1945, cuando los tres lograron el premio Nobel de Medicina.
Veinte días por España
La fama de Fleming, el descubridor primigenio aunque involuntario de la fantástica cura para enfermedades infecciosas, llegó a ser extraordinaria incluso en España, que vivía sumida en el aislamiento y la oscuridad de la postguerra.
En 1948, tres años después del Nobel y cuando se cumplían ya 20 desde el extraordinario hallazgo, fue invitado por el director del Hospital Municipal de Infecciosos de Barcelona, Luis Trías de Bes. Nuestro país comenzaba a utilizar la penicilina con resultados que parecían milagrosos.
Tanto sus colegas científicos como las autoridades no podían dejar pasar la oportunidad de agasajar a una eminencia internacional, así que Fleming permaneció más de 20 días en tierras ibéricas, pasando por Madrid (donde fue nombrado doctor honoris causa por la Universidad Complutense), Toledo, Córdoba, Jerez de la Frontera y Sevilla.
Fútbol y toros
El flamante médico asistió a corridas de toros, partidos de fútbol y todo tipo de actos académicos, culturales y lúdicos. El acontecimiento no pasó desapercibido para la población, tan necesitada de alegrías. Un buen ejemplo fue su visita a Sevilla, donde se le declaró huésped de honor, se le dio su nombre a una calle y los ciudadanos erigieron un monumento por suscripción popular a iniciativa del periodista Celestino Fernández Ortiz. Se dice que hasta las dueñas de las casas de citas colgaron una fotografía de Fleming en sus negocios.
La recepción en el Ayuntamiento de la capital sevillana fue especialmente fervorosa, tanto que el médico británico se sintió abrumado por tanto apoyo popular y llegó a decir: "Estoy acostumbrado a recepciones por parte de doctores y autoridades oficiales, pero hasta que vine a España nunca había recibido los aplausos de la multitud como si fuera un conquistador de éxito".