Bucear en el currículo de Antonio Ibáñez de Alba es una experiencia que atrapa y sofoca. ¿Sobre qué punto debería detenerse el biógrafo? ¿En 1990, cuando sedujo a Muamar Gadafi para plantar hasta 40.000 palmeras artificiales que transformasen el desierto libio en un vergel? ¿O fast forward al verano de 2017 en el que pudimos verle saltar al agua atado de pies y manos para demostrar las bondades del proyecto que le obsesiona desde hace dos décadas, la piscina a prueba de ahogamientos?
Este ingeniero industrial, nacido en Chiclana de la Frontera y formado en Barcelona, presume de ser el inventor más prolífico de España. El registro de sus 300 patentes atestigua que es, al menos sobre la mesa de diseño, un Silicon Valley de un sólo hombre. A comienzos de los noventa, su estrella estaba en apogeo. Gobiernos de los países árabes llamaban a su puerta por sus revolucionarios enfoques hidrológicos mientras la NASA le reclamaba como consultor sobre partículas en confinamiento.
Ibáñez de Alba había recibido el primer premio del Proyecto Eureka de la UE y la medalla de oro de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual por las palmeras artificiales diseñadas para condensar el agua del rocío nocturno y dispersar progresivamente la humedad, ganando tierra de cultivo al desierto para el Gran Río Artificial que soñó Gadafi. Pero su mente trabajaba en paralelo en decenas de invenciones en busca de un mecenas. Era la época del pelotazo, el compadreo y el chanchullo, y eso le encaminaba a cruzarse con el patrón de aquella era, Mario Conde.
La crónica de cómo Antonio Ibáñez de Alba terminó convertido en inventor de cabecera del expresidente de Banesto quedó recogida por Ernesto Ekaizer en El País. Conde poseía una finca en Ciudad Real, La Salceda, de la que no se desprendió hasta principios de 2017. Y el ingeniero tiene en la localidad manchega su residencia y base de operaciones. Una tercera persona orquestó el encuentro en 1994 en el que Ibáñez de Alba presentó una tecnología que hoy se nos antoja deliciosamente noventera: el fax de alta velocidad.
Días del futuro pasado
No hay que ser excesivamente millenial para recordar la época en la que las comunicaciones dependían de la farragosa máquina y sus rollos de papel. Además, como los módems de antaño, acaparaban la línea teléfonica. El plan de Ibáñez de Alba era comprimir la información en un paquete único que no se imprimiría hasta haberse descargado por completo, ahorrando tiempos y costes. Conde asistió entonces a una prueba del aparato, comprobando como una transmisión de 20 minutos quedaba reducida a uno. Y quedó cautivado.
El trato quedó cerrado ahí mismo con un talón de un millón de pesetas, "en negro", como reconocía el inventor, para desarrollar el proyecto. Posteriormente regularizarían la relación: Conde lo nombró Director de Desarrollo en Valores Antillanos, una de sus sociedades que mantenía en letargo. Ibáñez de Alba cobraría 300.000 pesetas al mes y el 10% de los ingresos por el rendimiento de las patentes registradas para la sociedad. Pero cuando cobró, siguió siendo en negro, como denunciaría después.
Desgranar la lista de sus invenciones tiene el toque retro-futurista de la tecnología anticipada en películas como Regreso al futuro: Ibáñez de Alba acertó en todo, pero no del todo. Así, al fax de alta velocidad se sumaron unas "zapatillas inteligentes" para recoger información biométrica, un sistema de "guía ciudadana" o "callejero electrónico", un "sistema de identificación por huella dactilar" o un "sistema inteligente de asistencia para decisiones arbitrales".
Traición en la bodega
Sí, el gaditano anticipó los problemas de seguridad de nuestros smartphones o nuestro debate contemporáneo sobre el videoarbitraje. Pero otras de su predicciones visionarias, como el cubito de hielo electrónico que enfriase una lata de refresco al abrirla, no han visto la luz. ¿Qué ocurrió con este prometedor florecer de tecnología española? Al parecer, el invento que Conde había estado esperando: el de "transmisión de radiación eléctrica en el espacio sin hilo conductor".
Se trataba de hace funcionar electricidad sin cables. Ocurrió en la bodega en otra finca que, esta sí, sigue en manos de la familia del financiero: Los Carrizos, en Sevilla. Ante la mirada de Conde, sus socios y su familia, Ibáñez de Alba debía encender un tubo fluorescente con su aparato a dos metros de distancia sin tocarlo. Lo consiguió. Mario Conde quedó complacido. A continuación le despidió. Cuando el inventor quiso entrar en su despacho, encontró la llave cambiada. Cuando se le permitió acceder para llevarse sus efectos personales, se encontró con sus dossiers y disquetes desaparecidos, y su disco duro, vaciado.
El incidente terminó en denuncia penal por apropiación de patentes. La empresa de Mario Conde había tenido contactos, revelaba Ibáñez de Alba, con firmas como Coca-Cola o Kelme. ¿A quién si no podría interesarle un cubito de hielo electrónico o unas zapatillas inteligentes? "Estoy seguro que ésa y otras patentes están siendo comercializadas por los denunciados (...) Esas invenciones me han llevado diez años de trabajo de investigación" - lamentaba entonces. Hoy, confirma su entorno a El ESPAÑOL, esas patentes vuelven a formar parte de su cartera.
El sueño de acabar con los ahogamientos
La decepción con Mario Conde no frenó la inventiva del gaditano. Desalinización de agua de mar, motores eléctricos, energía limpia, túneles bajo el desierto que resolverían los problemas del AVE a La Meca, autopistas subacuáticas... No todas sus patentes rozan mundos utópicos: el pasado febrero su empresa, DeAlba Patents, presentaba con orgullo la cubierta de lona tecnológica que protegerá el césped del Pedro Escartín, el estadio del Guadalajara.
Hay dos proyectos, sin embargo, que destaca ante todos. El primero es el de las palmeras artificiales que todavía jalonan el desierto libio. Gadafi invirtió mil millones de dólares, recoge el inventor, pero él no se hizo rico: tuvo que marcharse "la misma noche en la que Estados Unidos bombardeó el golfo de Sirte", contaba este verano. En 2003 gastó sus últimos 60.000 euros en presentar su segundo proyecto fetiche en la Feria de Barcelona: la piscina anti-ahogamientos. No tenía dinero para azafatas, así que inauguró su costumbre de calzarse el bañador y demostrar su invento él mismo. Ganó el Premio a la Innovación.
La piscina de 2003 tenía un suelo que se elevaba ante la presión de un cuerpo inerte. La versión actual desarrolla un producto largamente larvado: el agua flotante sin sal. Se trata de compuestos en polvo que, al mezclarse, dotan al agua de una densidad treinta veces mayor de lo normal; como un "Mar Muerto", pero sin la exagerada salinidad. La fórmula, como la de la Coca-Cola, es secreta y destinada únicamente al conocimiento de su comprador, pero contiene "productos naturales" como los que encontraríamos en "geles y champús".
¿Ha cumplido Ibáñez de Alba su sueño de erradicar los ahogamientos? Incluso aunque quedásemos boca abajo en su piscina, asegura, "la presión del aire de la caja torácica hace girar el cuerpo". Pero el remate se presentará en la próxima Feria de Barcelona: un sello serigrafiado que se coloca en la nuca y detecta cuándo pasamos demasiado tiempo bajo el agua. El inventor ha dotado a su diseño de su propia tecnología de radiofrecuencia derivada, según indica, de su trabajo en la NASA. No fue lo único que se trajo de la agencia espacial: a tenor de su experiencia declaraba hace pocos días que, verosímilmente, el hombre no había pisado la Luna.
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