Cuando alguna persona sobresale en algún tipo de intuición especial, ya sea para los negocios, la caza de talentos, resolver crímenes o marcar goles, decimos que tiene olfato. Es una manera metafórica de expresar que no comprendemos cómo lo hace, recurriendo al más misterioso y desconocido de nuestros sentidos corporales, aquel en el que los humanos somos rematadamente torpes entre los mamíferos.
O eso creíamos; tanto desconocemos nuestro olfato que tal vez hasta ahora hayamos estado completamente equivocados: "la idea de que el olfato humano es pobre en comparación con otros mamíferos es un mito del siglo XIX", asegura el neurocientífico John McGann, de la Universidad Rutgers en Nueva Jersey (EEUU).
McGann ha revisado y pasado a limpio el compendio de lo que hemos aprendido del olfato durante la era de la ciencia moderna. Y en el comienzo de todo ello está el origen del mito. "La idea de que los humanos tenemos un sentido del olfato particularmente pobre data del siglo XIX, cuando el famoso neuroanatomista Paul Broca clasificó a los humanos como no-olfativos, basándose en nuestro bulbo olfativo comparativamente pequeño", cuenta McGann a EL ESPAÑOL.
El bulbo olfativo es una estructura en la parte delantera del cerebro que sirve como centro de control logístico del olfato: recibe las sensaciones de olor desde la nariz, las procesa y las envía a otras regiones del cerebro, que decidirán si ese alimento caducado que hemos descubierto enterrado al fondo del frigorífico aún puede comerse o si debemos desecharlo.
Según McGann, Broca observó que a lo largo de nuestra evolución los humanos hemos agrandado la corteza prefrontal de nuestro cerebro, donde reside el intelecto, pero hemos olvidado hacer lo mismo con el bulbo olfativo. Como consecuencia, otros mamíferos tienen esta estructura comparativamente mucho más grande en relación al tamaño de su cerebro. Así, Broca concluyó que "para tener libre albedrío, los humanos tuvieron que prescindir de los impulsos del olor", dice McGann.
¿Un sentido de segunda fila?
La hipótesis de Broca, prosigue McGann, fue tan influyente que incluso indujo a Sigmund Freud a atribuir nuestra propensión a las enfermedades mentales a esta deficiencia olfativa. Posteriormente otro anatomista clasificó a los humanos como microsmáticos, o de olfato pobre, y esta idea ha perdurado hasta hoy. Y como consecuencia de ello, durante gran parte del siglo XX muchos científicos dejaron de lado el estudio del olfato por considerarlo un sentido de segunda fila en los humanos, centrándose en su lugar en la vista o el oído. McGann menciona un tratado de neurología de 1924 que hablaba del órgano olfativo humano como "muy reducido, casi residual", mientras que el de otros mamíferos les confería "poderes mucho más allá de nuestra comprensión".
El resultado de todo ello es que "la comunidad científica y el gran público todavía parecen creer en este mito, que permanece en los libros de texto y en la cultura popular". Sin embargo, sostiene McGann, recopílense los estudios anatómicos, los experimentos sensoriales y los análisis genéticos, estúdiese todo ello en conjunto, y el panorama final es muy diferente. En su revisión, publicada en la revista Science, McGann recuerda que incluso desde el siglo XIX hubo científicos como Hendrik Zwaardemaker, inventor del olfatómetro en 1888, que han defendido la importancia del olfato humano como un sentido capaz de despertarnos intensas emociones.
Lo cierto es que nuestro bulbo olfativo sí es grande en términos absolutos. Y aunque los roedores como ratones y ratas poseen unos 1.000 genes de receptores de olores, frente a 400 en los humanos, la idea de que sólo podemos diferenciar unos pocos miles de olores es del todo errónea, dice McGann. El neurocientífico cita un estudio de 2014 que estimaba en un billón los olores distintos que podemos percibir. Y aunque esta cifra ha sido discutida por otros expertos, poco importa si es cien o mil veces menor; lo importante es que "podemos detectar y distinguir una gama extraordinaria de olores", resume.
Superpoderes olfativos
De hecho, y aunque pensamos en perros o roedores como poseedores de superpoderes olfativos fuera de nuestro alcance, la realidad es que "cada especie es diferente, con su nariz distintiva, su cerebro y su complemento de genes de receptores olfativos", apunta McGann. "Los perros pueden ser mejores que los humanos distinguiendo los orines en una manguera, y nosotros ser mejores que ellos con los olores de un vino, pero hay pocas de estas comparaciones que estén experimentalmente demostradas". Algunas sí lo están, añade el investigador: por ejemplo, se ha mostrado que los humanos somos más sensibles que los perros al olor de los plátanos; al fin y al cabo, somos primates. Y también superamos a los ratones detectando el olor de nuestra propia sangre.
"El olfato humano es excelente", escribe McGann en su revisión. Al igual que otros mamíferos, podemos seguir rastros de olor. Los olores nos traen recuerdos y nos provocan emociones. En muchos casos nuestro comportamiento se ve influido por el olfato, aunque no seamos conscientes de ello: "la comunicación entre individuos a través del olor, que antes se creía limitada a animales inferiores, se entiende hoy como un vehículo de información sobre relaciones familiares, estrés y niveles de ansiedad, así como del estado reproductivo en los humanos, aunque esta información no siempre es accesible de forma consciente", dice el estudio.
Lo mejor de todo ello es que podemos entrenar nuestro olfato para convertirlo en una herramienta de interacción con nuestro entorno mucho más poderosa. Según McGann, en general la gran capacidad de sumilleres o perfumistas de percibir y separar olores sutiles no se debe a ninguna habilidad intrínseca que los diferencie del resto, sino al entrenamiento, y a que poseen un vocabulario más rico para describir los distintos aromas. "Sin embargo, sus habilidades absolutas no son enormemente diferentes de las de cualquier otra persona, incluso después de entrenarse durante años", sugiere. El neurocientífico señala que no existe demasiada literatura científica sobre cómo entrenar el olor, pero nos invita a concentrarnos en los olores, compararlos y ponerles nombres. Y sobre todo, a meter las narices en lugares nuevos: "¡una alfombra! ¡Un sótano! ¡El césped! ¡Una multitud en un bar!".