En 1898 se descubrió el radio, un elemento con peculiaridades mágicas que consiguió encandilar a la comunidad científica y a los empresarios que vieron en este material una maravillosa oportunidad de hacer negocio.
Sin embargo, esta vorágine casi irreal de beneficios millonarios se vio ensombrecida por los cadáveres de los trabajadores que manejaban el radio y pagaron con su vida el capricho de unos ricos.
En concreto, en la década de los 20 y de los 30, se hizo muy conocido en EEUU el caso de las chicas del radio, unas jóvenes en la flor de la vida que pintaban las esferas de los relojes con la llamada pintura alumínica -elaborada con radio- para que unos pocos afortunados pudieran ver los números brillar en la oscuridad. La propiedad que otorgaba el radio no sólo era para caprichosos; pronto se vio que también era útil para que se pudieran ver relojes y brújulas en las trincheras.
Se trata de una historia marcada por la inocencia de unas muchachas que trataban de salir adelante, empresarios que se afanaban por negar las evidencias y una comunidad científica a la que le tocó aprender a base de muertes y presiones mediáticas. Una historia que recoge el libro Las chicas del radio, escrito por Kate Moore y publicado por la editorial Swing.
El relato se centra en los dos grupos de trabajadores más conocidos, en Orange (Nueva Jersey) y en Ottawa (Illinois). El primero de estos casos tuvo lugar en la costa este de Estados Unidos, donde la empresa United States Radium Corporation instaló su fábrica en 1917. En poco tiempo, la sede de Nueva Jersey aumentó la producción gracias al capricho de los más americanos más acaudalados y el ingreso de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial.
¿El problema? Para pintar estas esferas, las chicas utilizaban unos pinceles de pelo de camello muy finos. Para evitar que estos se deshilacharan, las jóvenes los chupaban, siguiendo una máxima, que casi se convirtió en mantra: "Moja, chupa y pinta". Un proceso que repetían varias veces al día, seis días a la semana. Como consecuencia, tragaban pequeñas cantidades de radiación de forma constante, día a día.
Algunas de ellas lo consideraban algo asqueroso, a otras les gustaba el regusto arenoso de la pintura radioactiva, mientras que la gran mayoría lo consideraban un mero procedimiento laboral. ¿Por qué preocuparse? El radio a esas alturas era considerado algo milagroso, que solo tenía efectos beneficiosos para el ser humano.
Sin embargo, ese discurso positivo pronto comenzó a hacer aguas y en pocos años el radio presente en el cuerpo de las jóvenes pintoras de esferas hizo acto de presencia. Los primeros problemas se materializaron en sus bocas: los dientes se les desprendían, las heridas que estos dejaban no se cicatrizaban, y, en último momento, los huesos de la mandíbula terminaban cayéndose (literalmente se desprendía en algunos casos).
En otras jóvenes, la enfermedad se materializaba en los huesos, principalmente en caderas que terminaban bloqueadas y en piernas que repentinamente se acortaban. Todo eso en un primer momento, porque la mayor parte de las veces la enfermedad nunca paraba hasta terminar con la vida de quienes la padecían.
Esto sucedía en una sociedad donde todavía imperaba la idea de que el radio era milagroso, y nadie podía concebir que ese elemento químico fuera el causante de los males de estas jóvenes. Mientras algunas pintoras de esferas morían en sus casas de Orange, a escasos metros otras tantas seguían chupando el pincel, envenenándose poco a poco.
Ningún médico sabía lo que les ocurría, y las diagnosticaban erróneamente: sífilis, infección bacteriana, envenenamiento por fósforo...por lo que ninguno de los tratamientos surtía efecto.
El problema continuó hasta la llegada a Nueva Jersey de Harrison Martland, un patólogo que tardó poco tiempo en percibir que lo único que unía todos los casos de estas jóvenes era su trabajo en la planta de United States Radium Corporation, lo que le llevó a deducir que probablemente se debía a un caso de envenenamiento por radio.
Tras realizar las pruebas pertinentes (difíciles en una época en la que no existían las herramientas necesarias) terminó confirmando su teoría e informando a las jóvenes que todavía seguían vivas y que se atrevían a enfrentarse a la compañía. Era una noticia agridulce, pues el diagnóstico era terrible pero, al menos, conocían por fin qué era lo que les estaba sucediendo y podían tomar cartas en el asunto: iban a demandar a la empresa causante de todo.
La enfermedad que devastaba a las trabajadoras de Nueva Jersey se desarrolló con la misma velocidad e intensidad en las chicas de Ottawa, Illinois, que habían comenzado en los felices años 20 a trabajar con radio. ¿Lo peor de este caso? La empresa Radium Dial había conocido lo sucedido en Orange, cómo la pintura luminosa había envenenado poco a poco a las trabajadoras y, en vez de tratar de evitar que esto volviera a suceder en su compañía, lo había ocultado, negando hechos ya probados.
Lucha por la justicia
La lucha de las chicas del radio, al igual que el desarrollo de las enfermedades, se desarrolló en dos escenarios: primero en Nueva Jersey y Nueva York, y posteriormente en Chicago. En ambos casos, los abogados que se aventuraron a defenderlas se encontraron con multitud de obstáculos. Al ser un problema tan reciente las leyes de ese momento no recogían los supuestos necesarios para considerar el envenenamiento por radio como una enfermedad laboral y, como consecuencia, no podían establecer una indemnización a favor de las jóvenes.
Con un trabajo minucioso y el apoyo de la prensa, el abogado Raymond Berry en la costa este y el letrado Leonard Grossman en el oeste consiguieron demostrar que el trabajo con el radio había sido el causante de la enfermedad de las jóvenes, y que las empresas habían actuado de manera negligente para ocultar lo que les estaba ocurriendo a las pintoras de esfera.
Como consecuencia, tanto United States Radium Corporation como Radium Dial fueron condenadas por envenenamiento por radio y se vieron obligados a pagar una indemnización a las jóvenes (a las que todavía seguían con vida) para poder sufragar los tratamiento médicos a los que tendrían que someterse de por vida.
El caso de las chicas del radio marcó un precedente en la lucha de los trabajadores por sus derechos, sobre todo en lo que a seguridad laboral se refiere, y sirvió para cambiar la percepción de la sociedad estadounidense, que hasta ese momento solo había observado las propiedades milagrosas del radio.