Pocos minutos antes de las dos de la madrugada del pasado 12 de junio, Omar Mateen, un vigilante de seguridad en Fort Pierce, inició un trágico tiroteo armado con un fusil semiautomático y una pistola glock en una discoteca de ambiente gay en Orlando. Después de casi tres horas de disparos, los cuerpos especiales entran en el recinto y abaten al tirador, que en esos momentos ya había dejado 49 víctimas mortales y más de 50 heridos.

Es un nuevo episodio de violencia, en este caso empujado por el fanatismo religioso y la homofobia, pero que se suma a otros eventos igualmente terribles como los asesinatos del noruego Anders Breivik o la masacre en la escuela Columbine.

"Era un chico corriente, amable con sus vecinos, su familia aún no puede creer lo que ha ocurrido"… Reacciones como estas se repiten cada vez que suceden este tipo de atentados, al mismo tiempo que surgen preguntas tan abiertas que quizá no podamos responder. ¿Cómo es posible que una persona, aparentemente normal, sea capaz de asesinar a sangre fría a docenas de seres humanos? ¿Qué ocurre en la mente de un joven estudiante para que un buen día irrumpa en su instituto y dispare indiscriminadamente contra sus compañeros?

En las últimas décadas hemos presenciado avances extraordinarios en el campo de la neurociencia y en la actualidad casi cualquier actividad humana posee ya su propia disciplina dentro de ella. Desde la compra diaria en un supermercado hasta las conductas más extravagantes son objeto de investigación desde un punto de vista neurológico. Ramas como la neurocriminología comienzan a abrirse paso a pesar de que el propio concepto de asumir que estas conductas puedan proceder de un malfuncionamiento cerebral es un tema controvertido y polémico entre los especialistas.

El debate está abierto: ¿se pueden explicar estos atentados desde la neurociencia? La respuesta es clara: todavía no tenemos estudios concluyentes para explicar los mecanismos cerebrales que terminan desencadenando acciones tan violentas… pero sí es cierto que ya contamos con algunas pistas.

ESTUDIOS CON PRESOS REINCIDENTES

Desde el célebre e histórico caso de Phineas Gage, un obrero de ferrocarriles que sufrió una fuerte contusión en su lóbulo frontal que modificó su conducta y acentuó su temperamento, la ciencia tiene claro que determinados daños, malformaciones o lesiones en ciertas zonas del encéfalo pueden desembocar en comportamientos agresivos y violentos. Aún así, concluir que la violencia podría ser una enfermedad, con sus síntomas e incluso su posible tratamiento, continúa siendo una afirmación repleta de polémica.

Así se diferencia el cerebro de un preso reincidente de otros. Aharoni y Ganazzina PNAS

José Ramón Alonso, catedrático de Biología Celular y director del Laboratorio de Plasticidad neuronal y Neurorreparación del Instituto de Neurociencias de Castilla y León, cita un artículo científico realmente curioso: el publicado en marzo de 2013 en la revista PNAS con el título de Neuropredicción de futuros arrestos.

Podría sonar a ciencia ficción, pero tras la investigación se encuentran algunos de los neurocientíficos más prestigiosos del momento como Eyal Aharoni o Michael Gazzaniga. En el trabajo los investigadores analizaron mediante técnicas de neuroimagen la corteza anterior del cíngulo de 96 presos varones con edades de entre 20 y 52 años, a quienes además se siguió durante cuatro años tras su puesta en libertad.

Entre otras tareas, esta zona cerebral asume importantes funciones en el control de la impulsividad, en la selección de las respuestas frente a situaciones de estrés o en el aprendizaje de errores ante situaciones conflictivas.

Los resultados del estudio fueron notables y el equipo de Aharoni demostró que aquellos presos que tenían baja actividad en esta región cerebral reincidían el doble que los reclusos que mostraban más actividad.

Macacos en un experimento Jeff Miller UW-Madison

El propio Alonso participó en otra investigación destacable, esta vez con macacos Rhesus, durante su estancia en el California Regional Primate Research Center. La región cerebral que se estudiaba en esta ocasión era la amígdala, un complejo de núcleos neuronales con un importante papel en el aprendizaje, formación y almacenamiento de memorias asociadas a sucesos emocionales.

ESTUDIANDO LA AMÍGDALA

Los investigadores californianos descubrieron que los macacos que tenían lesiones en la amígdala carecían de miedo ante situaciones de amenaza y no respetaban la jerarquía ni las normas sociales de su grupo. Estos ejemplares con daño en el cuerpo amigdaliano no dudaban en romper la dinámica de grupo y enfrentarse a monos más fuertes y experimentados. Cada vez que uno de estos macacos intentaba robarle comida a un mono con mayor estatus terminaba siendo vencido y apaleado por el de mayor tamaño. Aún así, el pequeño macaco no aprendía de la mala experiencia y volvía a enfrentarse al dominante que, cada vez más airado, repetía la paliza una y otra vez.

La amígdala ha sido también protagonistas en numerosos estudios realizados en seres humanos en los que todo parece indicar que desempeña cierta influencia en los denominados trastornos antisociales de la personalidad.

Adrian Raine.

Tras realizar abundantes estudios con pacientes diagnosticados con diferentes psicopatías, el profesor de Criminología de la Universidad de Pennsylvania Adrian Raine sostiene que estos pacientes violentos poseen en promedio una amígdala de menor tamaño que la de los sujetos de control de su mismo sexo y edad. Este tipo de personas también presentan una menor actividad neuronal en la amígdala en estudios realizados mediante neuroimagen.

Según Raine, distinguen perfectamente el bien del mal pero son incapaces de sentir miedo o angustia al quebrantar esa línea. 

NEUROTRANSMISORES

Otra de las vías de investigación abiertas en la neurociencia actual se aleja de los daños o lesiones de determinadas zonas encefálicas y se centra en el estudio de una posible conexión entre la bioquímica cerebral y las conductas agresivas o violentas.

96.000 millones de neuronas interconectadas reciben los incontables estímulos exteriores y construyen tanto nuestra percepción del mundo como la forma que reaccionamos ante él. Sustancias químicas como la adrenalina, la dopamina o la acetilcolina moldean nuestras respuestas a esos estímulos y un déficit, o un exceso, de ellas pueden llevarnos a conductas no deseadas.

Se ha demostrado que, entre las numerosas hormonas y neurotransmisores implicados en una respuesta violenta, la serotonina tiene una relación directa en conductas más agresivas. Los sujetos más impulsivos y agresivos suelen tener menos serotonina que otras personas más calmadas y tranquilas.

DEMASIADOS FACTORES

Sin embargo, la neurociencia no tiene todavía identificadas las correlaciones básicas entre el funcionamiento de determinadas zonas del cerebro con su correspondiente, y casi matemática, conducta agresiva asociada.

Una baja actividad en el lóbulo frontal, un menor tamaño de la amígdala, un déficit de serotonina… son tan solo la pequeña y más visible punta del iceberg en un problema mucho más complejo, en el que se encuentran implicados una infinidad más de agentes.

Anders Breivik, autor de la matanza de la isla de Utoya.

En 1997 la revista The Lancet publicaba una controvertida hipótesis que, bajo el sugerente título de El Síndrome E, presentaba una serie de pautas conductuales que emergían en sujetos que previamente no habían tenido comportamientos violentos y que en situaciones límite eran capaces de auténticas barbaridades como los genocidios en diversas guerras civiles.

Son sujetos que mantienen intactas sus capacidades cognitivas, como el lenguaje, la memoria o resolución de problemas, pero que pasan por un rápido proceso que les lleva a convertirse en asesinos. El autor de la hipótesis, Itzhak Fried, apuntaba hacia elementos tales como la obsesión por un conjunto de creencias fuertemente arraigadas, la dependencia de un entorno ideológicamente cerrado, un fuerte sentimiento de obediencia a la autoridad dentro de ese entorno, la compartimentalización o capacidad de mantener vidas efectivamente separadas con toda normalidad -pueden llevar una vida corriente de forma paralela a sus actividades violentas-, presencia de estados emocionales planos y nula empatía o rápida intensificación de la violencia.

El psicólogo Eparquio Delgado hace hincapié en la necesidad de ampliar el campo de visión y aceptar la complejidad del problema. Factores sociales, económicos, educativos e incluso legislativos tienen una importancia determinante en estas conductas. La facilidad de adquirir un arma de fuego en EEUU es un elemento significativo para entender la abundancia de estos atentados en ese país.

Existen factores de riesgo que pueden preceder a estas conductas, pero la verdadera dificultad a la que se enfrenta la ciencia es que la mera presencia de estos factores en ningún caso asegura la conducta violenta. No son como los síntomas de una enfermedad, sobre los que podemos actúar una vez que aparecen.

De hecho, estos elementos pueden estar presentes en muchos sujetos de nuestro propio entorno que, sin embargo, llevarán una vida corriente sin llegar nunca a convertirse en homicidas. Solo un pequeño porcentaje dará ese terrible salto y es ese rápido proceso el que se debería investigar más a fondo.

Ante una tragedia como la de Orlando es lógico que nos preguntemos qué ocurre en la mente de alguien para entrar en una discoteca y abrir fuego contra más de cien personas durante tres horas. Es comprensible buscar, entre los avances de la ciencia, algún mecanismo cerebral incorrecto o un mal funcionamiento de procesos neuronales asociados a algún tipo de conducta, y aunque es posible que existan, el problema es tan complejo que hoy por hoy tan solo podemos concluir que no lo sabemos.

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