Si alguna vez tiene la desgracia de sufrir una catástrofe de nivel 7 en la Escala Internacional de Accidentes Nucleares, le queda el consuelo de que no tendrá que renunciar a las trufas, aunque quizá tenga que usar cucarachas y no perros truferos para buscarlas.
Este es el hallazgo más destacado de un curioso estudio, que ha puesto a estos perros a rastrear ejemplares de Tuber aestivum, o trufa de verano, en los países que rodean a Chernóbil coincidiendo con los 30 años del desastre nuclear. A continuación, se analizaron en busca de restos de radiactividad en los laboratorios del Instituto Federal de Investigación suizo. Los resultados se publican en la revista Biogeosciences.
Los vientos y las lluvias que sucedieron a la catástrofe de 1986 ayudaron a transportar restos radiactivos, principalmente Cesio-137, a cientos de kilómetros de Ucrania. Incluso en tiempos recientes podía detectarse contaminación en varios países limítrofes.
Los investigadores pusieron a trabajar a varios recogedores de trufas y a sus perros para recolectar 82 ejemplares de trufa de verano, procedentes de Hungría, Alemania, Suiza, Francia e Italia. Si escogieron esta variedad fue por su amplia distribución geográfica, a diferencia de la trufa negra de invierno (Tuber melanosporum) que se encuentra principalmente en países mediterráneos.
Por debajo del umbral
El análisis arrojó valores insignificantes de Cs-137, por debajo del umbral de 2 becquerelios por kilogramo de trufa y muy por debajo del límite de tolerancia, 600 becquerelios por cada 1.000 gramos de trufa.
Sin embargo, una muestra de 82 trufas para analizar un área de casi 1.340.000 kilómetros cuadrados parece claramente insuficiente, para, por ejemplo, establecer una correlación entre los niveles de contaminación en las diferentes áreas y los hallados en las trufas. Así lo reconoce a EL ESPAÑOL el investigador principal del trabajo, Ulf Büntgen, jefe del grupo de dendroecología del centro suizo. "No, no hay correlación porque no hemos cubierto adecuadamente todo el radio", indica el investigador. "Incluimos un total de 82 frutos y, por desgracia, no tenemos ejemplares de los sitios donde hubo más contaminación, pero es un área que esperamos estimular en futuras investigaciones, recolectar más trufas y de estas áreas".
Estas trufas fueron recolectadas de áreas donde los niveles de contaminación no eran extremadamente altos, aunque al menos, reconoce Büntgen, "tenemos muestras de diferentes niveles de exposición".
Los investigadores no se acercaron más a Chernóbil, dice el suizo, por una mezcla de problemas logísticos y la dificultad de encontrar instituciones locales con las que colaborar. "En primer lugar, recoger trufas es difícil en general: son escasas, no están surgiendo todo el tiempo, tienes que exigir algún mínimo en cuanto a peso, las pedíamos medianas o grandes, y además, los buscadores de trufas eran escépticos, suelen preferir venderlas que cederlas a un estudio científico", afirma Büntgen. "No es fácil ir por ahí pidiendo trufas porque quieres buscar contaminación radiactiva".
El valor de la trufa
El estudio forma parte de un proyecto mayor, llamado DITREC y que lleva los últimos seis años peinando Europa y estudiando exclusivamente las trufas. ¿Por su valor ecológico, por su singularidad como termómetro de biodiversidad? No. "Por sus características gastronómicas y su valor económico", apunta a EL ESPAÑOL Jesús Julio Camarero, investigador en el Instituto Pirenaico de Ecología del CSIC que colaboró hace unos años con Büntgen en un estudio sobre la trufa negra en Teruel que apareció en Nature. "En el trabajo vimos que una mayor sequía podría reducir la producción en zonas más secas y continentales como las españolas", explica Camarero, "por lo que conozco no se ven signos de adaptación, pero la irrigación se ha extendido en la truficultura de muchas zonas".
La trufa es un gran negocio, es la principal motivación para estudiarlas
Büntgen confirma también el carácter económico y gastronómico que apoya la financiación de estas investigaciones. "En la zona de Soria hicimos muchas investigaciones sobre la trufa negra y por qué estaba reduciéndose su producción", dice, "es un gran negocio y esa es la principal motivación".
No siempre la ciencia se ve impulsada por la búsqueda de conocimiento en abstracto. "En realidad soy paleoclimatólogo, hago cosas muy diferentes, pero empezamos a investigar las trufas porque son un mundo totalmente oculto, se sabe muy poco sobre ellas", prosigue Büntgen.
Desde luego, vistos los resultados y que la vida media del Cs-137 es de poco más de una semana, las trufas no parecían el objeto de estudio más adecuado para explorar la incidencia de la radiación post-Chernóbil, a lo que Buntgen responde, y con razón: "¡Pero antes no lo sabíamos! Había gente gastándose mucho dinero en producir trufas sin saber cuál era su respuesta a la contaminación".