Mi amor es como fiebre que apetece/ aquello que prolonga la dolencia,/ y se nutre de lo que la asegura/ complaciendo sus turbios apetitos.
En su soneto 147, el poeta William Shakespeare ya comparaba el amor con una enfermedad. No fue, ni mucho menos, el primero. Y, como patología, desde tiempos inmemoriales se ha buscado una cura frente a este mal. Los poetas Lucrecio, Ovidio, Calderón de la Barca y el propio bardo inglés por excelencia, han anhelado o especulado en sus textos sobre remedios antiamor y la ciencia les ha acompañado.
En la época medieval se recetaban sangrías y flebotomías y se recomendaba evitar comidas grasas o vino y beber mucha agua. Pero, visto lo visto, ninguna de estas soluciones resultaron de mucha eficacia.
En pleno siglo XXI, el panorama ha cambiado y la ciencia permite soñar con el uso de la biotecnología para el mal de amores. Pastillas o inyecciones podrían estar algún día disponibles en las farmacias para superar una ruptura -o para provocarla- si el amor hace más daño que el placer que proporciona.
Lo que hace de este escenario una posibilidad real es el conocimiento. La neurociencia moderna ha descrito cómo el amor se enraíza en el cerebro, así como las vías bioquímicas específicas que activa, moduladas por varias hormonas y neurotransmisores.
Investigadores de la Universidad de Oxford publicaron en The American Journal of Bioethics una completa revisión de los avances en este campo. El título - Si tan sólo pudiera dejar de amarte: biotecnología antiamor y la ética detrás de una ruptura química- era toda una declaración de intenciones.
Por supuesto, antes de hablar de remedios antiamor, la ciencia especuló con la posibilidad de fomentarlo artificialmente. En 2008, los filósofos Julian Savulescu y Anders Sandberg publicaron un artículo sobre las ventajas que tendría la mejora de las neuronas del amor y las relaciones. El texto se centraba en el uso potencial de la bioquímica para ayudar a mantener vínculos emocionales que, de otra manera, acabarían quebrándose.
Al año siguiente, el neurobiólogo Larry Young cogía el guante de sus colegas británicos y planteaba en Nature cómo el amor se podría modular en la dirección opuesta. El problema, como confirma a EL ESPAÑOL desde la Facultad de Medicina de la Universidad de Emory, es que sus trabajos no eran en seres humanos, sino en topillos de la pradera.
"Lo que vimos es que las especies monógamas que eran separadas de su pareja actuaban como si se deprimieran y que podíamos prevenir ese comportamiento inyectando en su cerebro la hormona oxitocina. Pero, en humanos, la mejor manera de segregar oxitocina es conocer nuevas personas, establecer nuevas relaciones", subraya. "No creo que podamos desarrollar una vacuna o píldora antiamor", añade.
Sin embargo, la ciencia parece contradecirle. Él mismo definió el amor como una propiedad que emerge de un cócktail de neuropétidos y neurotransmisores". Para modular la acción de muchos de ellos, ya existen fármacos en el mercado.
Las tres posibles intervenciones
El deseo físico, la atracción y el apego son los tres aspectos del amor que, al menos hipotéticamente, podrían tratarse. Unos con más facilidad que otros, eso sí. El sistema que regula la libido se distingue por anhelar una gratificación sexual y se asocia a las hormonas estrógeno y testosterona.
Lo que modula la atracción, sin embargo, promueve que la atención se centre en una persona, que se den pensamientos obsesivos o intrusivos sobre el objeto del deseo y que se produzcan sentimientos de excitación. Todo ello está relacionado con otras hormonas y neurotransmisores, como la adrenalina, la dopamina y la serotonina.
Por último, el sistema que regula el apego inspira sentimientos de calma y seguridad, promueve un amplio rango de comportamientos para proteger la relación y se asocia sobre todo con los neuropéptidos oxitocina y vasopresina.
Todo sería muy sencillo si cada sistema actuara de forma diferente. Es decir, si en ocasiones buscáramos satisfacer el deseo, en otros momentos nos moviéramos sólo por la atracción y en ciertas etapas sólo nos condicionara la posibilidad de encontrar apego.
Pero la ciencia, en concreto a través de la sexóloga Helen Fisher, ya ha demostrado lo que el sentido común dicta: que esto no es así. "Los hombres y las mujeres pueden copular con individuos de los que no están enamorados, enamorarse de alguien con quien no tienen contacto sexual y sentirse profundamente apegados a alguien por quien no experimentan ni deseo sexual ni pasión romántica".
No obstante, merece la pena qué se puede hacer por cada uno de estos campos.
Aplacar el deseo
La leyenda urbana del uso de bromuro en los ranchos de los soldados que hacían la mili ya da una idea de que esta primera vía es la más fácil de atacar. De hecho, existen formas bioquímicas de acabar con el deseo, aunque sea cuestionable su utilización. El ejemplo perfecto es la llamada castración química, que se aplica algunos pederastas.
Sin embargo, ninguna de estas estrategias, ni otras ensayadas específicamente para evitar las parafilias sexuales, nos valdrían como píldora antiamor. Además de importantes efectos secundarios, suelen acabar con el deseo de forma generalizada, no con el específico que nos rompe el corazón.
Suelen acabar con el deseo de forma generalizada, no con el específico que nos rompe el corazón
Aplacar la atracción
Si acabar con el deseo químicamente es ya una posibilidad real, no lo es tanto dejar de sentirse atraído por alguien. Aunque podrían existir instrumentos químicos para lograrlo, el tema es más complejo porque no se conoce con certeza qué es lo que hace a alguien atractivo para una determinada persona pero se sabe, eso sí, que es "muy variable".
Sin embargo, hay algunas teorías interesantes en el camino. Los mecanismos cerebrales involucrados en la atracción romántica se parecen sospechosamente a los que se activan en los afectados por un trastorno obsesivo compulsivo (TOC). Tanto el pensamiento obsesivo como la preocupación por los detalles más insignificantes son elementos distintivos de ambos estados. Por lo tanto se podrían usar fármacos contra el TOC para el desamor.
Tanto el pensamiento obsesivo como la preocupación por los detalles más insignificantes son elementos distintivos del amor y del TOC
Investigadores estadounidenses explicaron a principios de la década de 2000 el efecto Westermarck. Ciertos mecanismos olfativos se establecen en el cerebro de los niños que viven juntos en un periodo determinado, de forma que al encontrarse en la edad adulta, se rechazan entre ellos para el amor.
Si se consiguiera reabrir ese periodo con tratamientos farmacológicos, se podría vacunar a alguien contra la atracción por una determinada persona.
Aplacar el apego
Es lo más lejano a convertirse en realidad en humanos, aunque se ha logrado en los topillos de la pradera. Hay bases científicas para pensar en esta posibilidad, ya que muchas de las regiones asociadas al apego a largo plazo en estos animales lo están también en los humanos. Son áreas con muchos receptores por hormonas muy conocidas, como la oxitocina, la vasopresina o la dopamina.
No sentirán apego copulen las veces que copulen o por mucho que el otro animal intente que lo sienta
De nuevo, habría un efecto secundario quizás no deseado. Si se replicara en personas lo que se ha hecho en topillos -administrar agonistas de estas hormonas- ocurriría lo que pasó con los mamíferos: olvidaron a sus parejas, sí, pero lo hicieron dándole a la cópula de forma descontrolada.
Otra posible vía de actuación está relacionada con las drogas recreativas. Según diversos estudios recientes hay cierto paralelismo entre el amor y la adicción, tanto en el sentido anatómico, como neuroquímico, fenomenológico y de comportamiento.
Los investigadores Burkett y Young sugerían en 2012 una inquietante posibilidad: si ambas sensaciones se rigen por los mecanismos, los tratamientos para tratar el mono podrían ser eficaces también para una mala ruptura. ¿Veremos pronto centros de desintoxicación para enamorados despechados?