A principios del s. XX, La Granja de San Ildefonso era todo majestuosidad y boato, con la Familia Real viviendo largas temporadas en su fastuoso palacio, atrayendo a la nobleza y a la aristocracia, y recibiendo multitud de veraneantes de calidad que dejaban en el pueblo pingües beneficios. Pero, durante esa heladora mañana del 2 de enero de 1918, los granjeños, al ver las llamaradas por encima de los tejados del edificio palaciego, intuyeron que ese esplendor se acababa.
Todo empezó sobre las diez y media de la mañana, probablemente debido a una chimenea de leña que el farmacéutico de palacio tenía encendida. Las llamas prendieron en la botica y de allí se propagaron favorecidas por el viento, que soplaba con fuerza. El fuego corrió rápido hasta la calle de Estebanilla y alcanzó la parte del edificio sita en este lateral. Arrasó después el ala derecha del inmueble, incluidas las habitaciones que ocupaban los reyes cuando residían en La Granja, y quedaron también destruidas la Real Colegiata y la Casa de Canónigos. El fulgor de las llamas se veía desde los miradores de Segovia, llenos de curiosos hasta bien entrada la noche, aunque también fueron muchos los ciudadanos de la capital que se desplazaron a La Granja para ayudar en lo que pudieran.
Desde Segovia salieron fuerzas de artillería del Regimiento de Sitio y un nutrido grupo del cuerpo de bomberos, pero, al llegar, la sorpresa fue notable: los depósitos de agua estaban congelados. También se enviaron refuerzos desde Madrid, aunque debido al estado de las carreteras no llegaron hasta por la tarde. Al día siguiente llegó un batallón del Regimiento de Isabel II, que estaba de guarnición en Valladolid, y los obreros del Aserrío de Valsaín también ofrecieron sus herramientas, que tuvieron que transportar a través de la nieve.
Todos los elementos jugaron en contra y la residencia de verano de los reyes de España fue quemándose poco a poco ante la impotencia de los vecinos, muchos de los cuales ayudaron en la evacuación de muebles y alhajas. En los nevados jardines del palacio se fueron depositando consolas, bargueños, sillones, mesillas, tapices, espejos, cornucopias… Sin embargo, fue el descomunal estruendo que causó el derrumbe de las techumbres y de las torretas de la Colegiata lo que hizo comprender a todos que el final del palacio había llegado.
La nieve taponaba la línea férrea y los puertos de Navacerrada y Guadarrama estaban cerrados, aunque algunas brigadas de peones no tardaron en ponerse manos a la obra para trazar caminos que facilitaran la comunicación entre Madrid y San Ildefonso. Ni el propio rey de España pudo acudir y se vio obligado a esperar unos días para comprobar personalmente los daños del fuego. Mientras tanto tenía que seguir por teléfono las noticias que llegaban del otro lado de la sierra. Su madre, la reina Cristina, no se separó de su lado y su esposa, la reina Victoria Eugenia, lloró desconsolada al conocer la gravedad del hecho; no en vano el Real Sitio era uno de los pocos lugares de este país donde la infeliz británica encontró cierto sosiego.
Había en las calles tal cantidad de nieve que fue preciso abrir sendas para el tránsito. El viento, durante todo el día, fue de una violencia enorme, las llamas subían muchos metros de altura y en algunas casas del vecindario se produjeron incendios aislados, a causa de las chispas desprendidas, aunque sofocados rápido por las brigadas.
El personal empleado en las tareas de extinción se jugaba la vida. Uno de los pisos próximos a la Casa de Canónigos se hundió por completo cuando veinte personas trataban de acorralar el fuego y de salvar los objetos que podían. El desplome arrastró a los hombres, que afortunadamente no sufrieron lesiones.
El incendio duró dos días con sus dos noches, y sus rescoldos siguieron echando humo durante varias jornadas más. Posteriormente se derrumbaron más muros y partes que estaban muy afectadas, pero los disgustos más grandes llegaron a la hora del recuento posterior. En la zona central, la que se levanta alrededor del Patio de la Fuente, la ruina fue absoluta y los edificios que daban a los patios de la Botica, la Parra, la Tapicería y el Patio de Coches sufrieron extraordinariamente los efectos del fuego. Sin embargo, se salvó el Salón del Trono, así como el ala sudoeste del Patio de la Herradura, la Casa de Oficios y las dependencias que la infanta Isabel, tía del rey, ocupaba en sus largas estancias en el Real Sitio.
La pérdida de obras de arte y tesoros fue muy abundante, devorando las llamas la mayor parte de las pinturas que decoraban las estancias. Las estatuas también sufrieron graves daños, así como el panteón donde reposan los restos de Felipe V e Isabel de Farnesio. De la Real Colegiata se pudieron rescatar piezas de valor fácilmente transportables, como por ejemplo la famosa cruz que salía en la procesión del Corpus Christi, pero no el altar de mármol ni el coro de talla.
El triste suceso sumergió a la población de San Ildefonso en una larga depresión. Al perder el palacio, sus habitantes sintieron una sensación de pena y vacío similar a la que sufrieron los segovianos tras el incendio del Alcázar, ocurrido medio siglo antes.
El rey llegó el 18 de enero, aún con humo en el ambiente, y sintió rabia porque él mismo ya había sugerido tiempo atrás la necesidad de llevar a cabo una serie de reformas para reducir peligros, entre ellas la sustitución de madera por hierro en las vigas de las techumbres. El alcalde de La Granja, le expresó el pesar que el municipio sentía ante la posibilidad de que no regresaran. Y no se equivocó: los reyes jamás volvieron al palacio, entre otras cosas porque su reconstrucción no comenzó hasta diez años después y con un escaso presupuesto. Alfonso XIII y Victoria Eugenia abandonaron el país en 1931, después de proclamada la II República, y la restauración del edificio todavía estaba lejos de terminar.