La irrupción de la minería lo cambió todo: las profesiones, los salarios, el urbanismo y la población de los pueblos montañeses, es decir, el modo de vida. Aunque no era fácil, ya que el día a día del minero palentino era duro: llegar a la hora, coger su lámpara, bajar al pozo, picar mucho, recoger el carbón, parada para comer y vuelta a empezar hasta terminar las siete horas y poder subir a ver la luz.
Los más antiguos trabajaban sin casco, con boina, con mucho calor y poca ventilación, y hasta se llegaron a ver niños de siete u ocho años tirando de vagonetas llenas de carbón hasta que se prohibió por ley en el s. XIX y se sustituyeron por mulas. Y siempre temerosos del grisú y de la gran factura a pagar a largo plazo para la corta nómina que cobraban: la silicosis.
Era gente ruda la de la minería, trabajando algunos tan a destajo que en una jornada hacían el avance de dos o tres días, y otros que mostraban orgullosos las marcas que les dejaba el carbón al saltar e impactar en ellos.
Ya desde el s. XIX, en las minas de la zona palentina de Barruelo se conocía la peligrosidad del grisú, que asfixiaba cuando henchía la zona de trabajo, o explotaba cuando tocaba una fuente de calor. Pero lo que no se conocía en España (en Bélgica sí) eran las explosiones en seco, es decir sin necesidad de una chispa.
Cuando los mineros entraban en la zona de grisú, la temperatura variaba repentinamente, al mismo tiempo que la presión de la bolsa donde el gas había estado encerrado trescientos millones de años y hacía explotar el carbón y otros materiales como si fueran metralla. Son los llamados “desprendimientos instantáneos de grisú” y se empezaron a producir en el temible Pozo Calero.
Esta excavación está situada al noroeste de Palencia, en Barruelo de Santullán, y su nombre se debe un terreno cercano donde se extraía cal y caliza. El Pozo Calero es una peculiar y bonita construcción vertical hecha con piedras de sillería, de donde se ha estado sacando hulla durante toda su vida productiva, que han sido más de ochenta años.
Todo el carbón extraído se montaba en el tren de La Robla y se mandaba a los Altos Hornos de Bilbao para elaborar el coque primero y posteriormente el tan necesario hierro.
Su construcción comenzó en 1911 y en 1914 ya se alcanzó la profundidad de 342 metros, con lo que la mina estaba lista para ser explotada; pero, al estallar ese año la I Guerra Mundial, la llegada y la instalación de la maquinaria necesaria se ralentizaron, y la puesta en marcha del pozo se retrasó otros cuatro años. A partir de entonces, la extracción fue incrementándose hasta llegar a las 182.000 toneladas en 1924, y una vez terminada la Guerra Civil la mina pasa a depender del Estado, como pasaba con muchas empresas que fueron nacionalizadas.
Desde el inicio, los desprendimientos instantáneos de grisú fueron una constante, pese a que la comisión encargada de investigar y prevenir los accidentes por gases en las minas propusiera medidas para evitar y paliar los efectos de estos, por ejemplo, los sistemas de laboreo por bancos. Pero se demostró que, a mayor profundidad, más facilidad para que estas explosiones se produjesen con lo que, a medida que se explotaban los niveles inferiores, los accidentes se sucedieron con más frecuencia.
Además, después de la Guerra Civil, la mina se quedó muy atrás a nivel técnico con respecto a otras explotaciones de la provincia por carecer de nuevas inversiones. Y menos que se iba a invertir, ya que la paulatina electrificación de los ferrocarriles supuso un golpe mortal para la minería de la comarca, cuya producción iba destinada en un noventa por ciento a nutrir las antiguas máquinas de vapor.
En cualquier caso, el grisú no era el único gas mortal que los mineros podían encontrar en la mina; el monóxido y el dióxido de carbono o el sulfito de hidrógeno eran otros de sus enemigos. Pero no solo los gases eran causa de accidentes, también los derrabes y los hundimientos, los aplastamientos en los transportes y otros cientos de desafortunados incidentes han ido forjando la trágica leyenda del Pozo Calero, una mina que daba dinero, pero que exigía su tributo.
En esta lista negra se puede sacar de la memoria el fallecimiento de aquellos diez mineros el 3 de mayo de 1930, cuando entre el nivel 180 y el 230, en la llamada zona rica, una gran emanación de gas grisú los asfixió. O el accidente del 21 de abril de 1941, en la capa novena, donde una explosión fue la causante de que dieciocho jóvenes de Barruelo entregasen su vida ahí abajo y otros diecinueve resultaran heridos.
En 1951 el pozo se profundiza aún más, hasta llegar a los 480 metros, contando ya con una red de galerías de más de veintidós kilómetros. Era norma ver morir a algún compañero. En este agujero del Calero hubo temporadas en las que había hasta cuatrocientos obreros por turno.
Alguno cuenta que estando una jornada picando, se encontró una bóveda como una iglesia de grande y cuyo techo de carbón se le venía encima, pero logró apartarse y avisar a su ayudante. Otro día salvó a uno de los que vigilaba de otro hundimiento. Otros anotaban en pizarras los nombres de quienes no habían salido ya de la mina, y alguno hasta veía a diario el nombre de su hermano anotado junto al de otro barrenista. Pero la mina no paraba.
La historia de fallecimientos acompañó la vida del Pozo Calero hasta su cierre definitivo, registrando algunas temporadas una media de hasta doce muertos por ejercicio, y siendo el 14 de noviembre de 1997 cuando pereció el último minero, finalizando así una lista de 165 personas. La última mula acarreadora de carbón en la montaña palentina fue jubilada en 2002, el año que cerró El Calero.