Rasgos de la cultura actual
Asistimos a un constructivismo antropológico en las muy extendidas corrientes ideológicas de género y en la aceptación social del aborto y la eutanasia.
Nos encontramos en una gran mutación social que tiene como causa profunda una sociedad desvinculada, desordenada e insegura en la que crece la desconfianza y el enfrentamiento. A esta situación se ha llegado a través de un proceso de transformaciones tecnológicas, económicas y culturales que han afectado a múltiples dimensiones de la existencia; alcanza su punto culminante en un intento decidido de metamorfosis antropológica que hace juego con el sistema económico dominante y con una propuesta de estilo de vida y de organización de la convivencia que hagan posible dicha transición.
La transformación económica ha provocado el paso acelerado por la etapa industrial de la sociedad española, mayoritariamente rural hasta finales de los años cincuenta. La industrialización se va realizando al mismo tiempo que la urbanización, pues aquella provoca un extraordinario éxodo del campo a la ciudad. Este cambio afecta a la vida familiar y a la pertenencia eclesial. El proceso se acelera en los años sesenta y setenta. En este fuerte cambio de la vida familiar se acoge la transformación de la sociedad española provocada, al unísono, por la transición económica y política.
Podríamos decir que la crisis familiar, muy vinculada a la evolución del capitalismo industrial y postindustrial, y la creciente secularización se apoyan la una a la otra. Si la secularización influye en el deterioro de la familia llamada tradicional, también parece cierto que la crisis de ésta contribuye, a su vez, a impulsar el declive religioso, pues quiebra una institución básica en la transmisión de la fe y de experiencias básicas en la configuración de la persona. En la familia se recibe la vida y en ella se inician experiencias elementales e integrales de la vida humana: amar y ser amado, hacer y colaborar, el descanso, la fiesta y el duelo.
La cultura dominante, gestada a lo largo de décadas, es relativista. Para el relativismo no hay valores absolutos ni puede haber juicios universales, ya que todo está en función de la percepción subjetiva de cada uno y de los intereses de los grandes grupos de poder. El nihilismo crece. En consecuencia, se hacen muy difíciles los compromisos estables y la vivencia de la fe. La vida humana queda desarraigada, sin ningún anclaje divino ni verdad absoluta. La norma suprema del comportamiento llega a través del consenso social positivista y todo queda a merced de los intereses de quienes pueden imponer su voluntad. Los más débiles y pobres quedan excluidos y no son tenidos en cuenta. Los jóvenes experimentan un extraño malestar, pero no saben bien por qué. En esta incertidumbre el nuevo imperio digital se ofrece como guía que “perfila” nuestro rostro y “calcula” nuestras decisiones.
Los vínculos sociales de todo tipo se debilitan y se sustituyen, por el “enjambre digital”. La comunidad digital es una suma de individualidades aisladas, que se pueden comunicar en la red, pero que nunca llegan a ser un “nosotros”. Hay enjambre, pero no pueblo. La suma de individuos no hace comunidad. Los cambios digitales están afectando a todas las capas de nuestra sociedad e imponen el nacimiento de nuevas condiciones laborales, nuevos modelos de vida y nuevas formas de relación y comunicación. En una palabra, un nuevo mundo. El hombre, centro del humanismo moderno, es superado en el “transhumanismo”, una nueva especie de hombre “mejorado” que ha de propiciar nuevos modelos familiares, económicos, políticos y de espiritualidad.
Todo este proceso de transformación no ocurre de manera automática, como consecuencia de transformaciones tecnológicas y económicas, sino que es impulsado por un intento deliberado de “deconstrucción”. Emerge, teledirigida, una propuesta neopagana que pretende construir una sociedad nueva, para lo cual es preciso “deconstruir”. Así asistimos a un constructivismo antropológico en las muy extendidas corrientes ideológicas de género y en la aceptación social del aborto y la eutanasia; un constructivismo histórico y también pedagógico, reforzado con el dominio de la escuela, para lo cual es preciso “deconstruir” pues, como dice Francisco en el nº 13 de Fratelli Tutti, «la libertad humana pretende construirlo todo desde cero». Todo ello ocurre de manera indolora, pues la cultura de masas, basada en emociones y sensaciones, está logrando que este proceso de derribo se viva de manera casi indiferente, más aún como un logro de la libertad.
Como consecuencia surgen la desvinculación y la desconfianza, la fragmentación de las vidas y la precariedad de los vínculos humanos en una sociedad individualista de relaciones efímeras en las que no se mantienen ni la lealtad ni el compromiso adquirido. Es la era del consumismo, en la que lo importante no es conservar los objetos mientras son de utilidad, sino renovarlos constantemente. Es la desvinculación respecto del propio cuerpo, de la realidad, del otro y de Dios.
Esta ruptura o debilitamiento de los vínculos genera desconfianza. Se trata, en realidad, de fenómenos que se realimentan mutuamente. La desconfianza está detrás de muchos de las actitudes reactivas que sufrimos hoy en día. Los populismos, los particularismos nacionalistas, el individualismo, los radicalismos de la ideología de género, el fundamentalismo, la xenofobia o la aporofobia se alimentan de la desesperación de quienes han caído en la desconfianza. Una desconfianza que se refiere, primeramente, a la mayoría de las instituciones, pero que también afecta a las relaciones interpersonales de toda índole, al futuro colectivo que nos espera e, incluso, a la confianza en uno mismo. En este caldo de cultivo, la irrupción de las estrategias mediáticas y políticas basadas en la posverdad no es casual. La defensa de las múltiples identidades desvinculadas, sin un relato compartido, genera el enfrentamiento para afirmar la propia posición. Queda poco espacio para la deliberación democrática, los relatos compartidos e incluso, simplemente, la palabra.
El empobrecimiento espiritual y la pérdida de sentido están en la raíz de este proceso transformador que lleva a vivir en un nihilismo sin drama. El olvido de Dios, la indiferencia religiosa, la despreocupación por las cuestiones fundamentales sobre el origen y destino trascendente del ser humano, influyen en el comportamiento moral y social de los individuos. Muchos autodenominados creyentes viven y organizan su existencia «como si Dios no existiera». Con el empobrecimiento espiritual va aparejada la pérdida de sentido, que desemboca en el vacío existencial, el aburrimiento y la experiencia de no ser capaces de saciar la sed de felicidad a pesar de disponer de más medios y posibilidades que nunca. Ni la acumulación de riquezas ni el consumismo vertiginoso llenarán este vacío profundo. Ante la falta de significado solo queda el deber, impuesto desde fuera por las reglas del sistema económico o autoimpuesto por el afán de progreso personal, o la diversión para apartar la mirada de la nada o el vacío.
Toda persona humana es impulsada por su propia naturaleza a buscar la verdad, el sentido de las cosas y, sobre todo, de su propia existencia. Y buscando la verdad nos encontramos con Cristo, Verdad y Vida. La vivencia religiosa, la fe en Dios, aporta claridad y firmeza a nuestras valoraciones éticas. La vida humana se enriquece con el conocimiento y aceptación de Dios, que es Amor y nos mueve a amar a todas las personas. La experiencia de ser amados por un Dios que es Padre nos conduce a la caridad fraterna y, a la vez, el amor fraterno nos acerca a Dios.