Siempre escribo artículos sobre la actualidad y mi visión o perspectiva de la misma. Hoy he querido cambiar de tercio y contaros mi humilde experiencia sobre el Camino de Santiago, acerca del que seguro que los miles de peregrinos que lo realizan tendrán cada uno la suya, única y particular, como por otra parte somos cada uno de nosotros en el mundo.
Decidí hacer el Camino porque quise descubrir lo que suponía desde el punto de vista de adentrarme en mi mundo interior y conocerme un poco mejor, porque parece mentira, pero vivimos con nosotros mismos toda la vida, y no acabamos de conocernos bien nunca.
Por supuesto, el sentido religioso para mí era también muy importante, la búsqueda de la espiritualidad estaba presente y mi encuentro con la divinidad también era mi objetivo.
Llegué ligera de equipaje, quizás con algo más de lo necesario por desconocimiento, recomiendo llevar lo justo, no hace falta más.
Cuando llegas ves que eres un alma más de los miles que a lo largo de diez siglos han realizado el Camino. El camino de la vida por el que vas discurriendo junto a cientos de peregrinos cada día. Cada uno a su ritmo como en la vida misma, con sus pensamientos, sus sueños, sus anhelos, sus preocupaciones, sus propósitos, pero con algo en común, no hay prisa. Llegas al Camino y se para el reloj, solo hay que culminar cada etapa y cada uno se puede tomar el tiempo que quiera. A lo largo de cada una de ellas van encontrando dónde tomar un café o un tentempié.
Todos nos deseamos “buen Camino” cuando vamos pasando por el recorrido que realizamos y te cruzas con alguien. El paisaje te va envolviendo y vas descubriendo la belleza de la naturaleza en estado puro: los bosques de robles, hayas, eucaliptos, los campos de maíz, las vacas pastando... El medio rural del norte de España con todas las maravillas que lo adornan. Caminar en este ambiente es menos caminar. El aire cargado de oxígeno te embriaga y el paisaje te hace flotar.
Decidí hacerlo sola porque quería llevar mi propio paso y mi pensamiento tranquilo y sosegado. Fui encontrándome con gente con la que hablaba en algún momento y continuaba mi Camino.
Mientras caminaba escuche una conversación sobre el último episodio de la segunda temporada de la Casa del Dragón, que atrajo mi atención y me quedé hablando con dos chicas gallegas, de Ferrol. Continué mi Camino y llegué a Portomarín.
Quiero confesar que al finalizar esta primera etapa, pensé que me quedaba mucho recorrido hasta Santiago, y que el reto era exigente. Decidí madrugar más y comenzar a caminar a las seis de la mañana porque eran días en los que hacía mucho calor.
Volví a encontrarme con las Cristinas gallegas (así se llamaban las dos), que curiosa coincidencia que estas amigas que habían vuelto a iniciar el Camino una semana después de tenerlo que suspender por el triste fallecimiento de la abuela de una de ellas, me volvieran a encontrar.
Qué feliz casualidad o causalidad, porque todo pasa por algo. Qué aprendizaje de vida con estas dos bellas almas. Qué bueno todo lo que aprendí de ellas, qué vidas tan ricas, tan intensas a pesar de ser tan jóvenes y una de las Cristinas con vivencias que estremecen, y ambas con un crecimiento personal encomiable ¡Mujeres valientes! Empoderadas, con vidas auténticas, tan genuinas, con almas limpias.
Continué el Camino con ellas y me enseñaron tanto en todos los sentidos que me faltan palabras: generosidad, empatía, honestidad, positividad, amor por los tuyos, por su tierra gallega.
Sabían de la vida, de la gente, te das cuenta de que a veces la vida acelera y te puede meter en un rato todo lo que se le antoja.
Por supuesto, también como buenas gallegas tenían la lista de los atractivos gastronómicos de El Camino: paramos en Melide a desayunar el mejor pulpo, después en el restaurante de la mejor tortilla de patata del mundo... en el del mejor café.
Llegamos a Santiago y entramos en la plaza del Obradoiro cogidas de la mano, apretándolas fuerte como si nos conociéramos de siempre, llorando de emoción al son de las gaitas que reciben a todos los peregrinos que llegan hasta el santo. Al recordarlo ahora, según estoy escribiendo este artículo, se me vuelven a saltar las lágrimas.
No pensé que esta experiencia del Camino iba a ser tan fuerte, que iba a encontrar a gente que vive en este lugar y tiempo como si de otro modelo de vida se tratara. Desde la CONSCIENCIA de la vida en sí misma. Algo que no practicamos habitualmente y durante las cinco etapas del Camino, hice todo el tiempo. La realidad del momento y del presente.
Vas encontrándote con personas que hacen lo mismo que tú en los distintos pueblos en los que terminan las etapas, hablas con la tranquilidad que da no tener prisa para nada, porque realmente te interesa el otro como ser humano.
Qué suerte haberme encontrado con las Cristinas, sellamos nuestra Compostelana y nuestra amistad. Después de obtener nuestro certificado del Camino, que también recogí con lágrimas en los ojos de manos del trabajador que lo extendía, y que dicho sea de paso, estaba completamente digitalizado todo el proceso de manera excelente. Me preguntó que de donde venia, y le dije que de Segovia y que había traído a mi padre al lado. Ahí figura su nombre de manera honorífica en mi compostelana.
Después comimos juntas y nos despedimos con la firme decisión de volver a vernos: en Cedeira (Galicia) o en Valladolid. Sellando una amistad inolvidable que engrandece mi experiencia del Camino, que culminé escuchando la misa que se celebraba en honor de los peregrinos pidiendo al Santo que bendiga mi vida y la de mi familia y amigos.