En uno de los momentos más convulsos de Estados Unidos, con unos candidatos presidenciales opuestos en todo —ideología, economía, relaciones ciudadanas…— hay una única cosa común a Joe Biden y Donald Trump: la senectud.
Los 77 años del candidato demócrata y los 74 del actual presidente reflejan una desconfianza hacia las nuevas generaciones, completada por los 80 años de Nancy Pelosi, presidente de la Cámara de Representantes.
La situación de la primera democracia del mundo contrasta con la forzada juventud de nuestros políticos. Si tomamos los seis con representación parlamentaria en el conjunto de España (Pedro Sánchez, Santiago Abascal, Pablo Iglesias, Pablo Casado, Inés Arrimadas e Íñigo Errejón) sus edades van de los 48 a los 36 años.
Es más, la edad no justifica nada, como se ha visto en la jubilación anticipada y definitiva de la política de Albert Rivera con sólo 40 años.
Esta gerontocracia que viven los Estados Unidos es nueva, además de paradójica. A la Casa Blanca llegó, por ejemplo, John F. Kennedy, con sólo 43 años y el presidente más longevo en el cargo, Ronald Reagan, que estuvo hasta los 78 , será batido en esa cifra con toda probabilidad gane quien gane las próximas elecciones.
El fenómeno es doblemente paradójico, además, porque no parece preocupar al electorado la precaria salud de unos candidatos casi octogenarios, por una parte, ni la presunta falta de puesta al día en nuevas tecnologías, inteligencia artificial, digitalización de empresas… y demás desasosiegos del presente.
De hecho, el electorado norteamericano parece más interesado en enzarzarse en disputas internas que inquieto ante los colosales retos tecnológicos de hoy, que modifican nuestra vida diaria a una velocidad de vértigo, y que requerirían para afrontarlos a alguien con un espíritu juvenil e innovador que no se atisba en ninguno de los dos candidatos.