A mí siempre me ha hecho mucha gracia la falsa imagen impoluta, blanquísima y familiar que ha tenido el formato MasterChef. En realidad, a mi modo de ver nunca fue tal. Mismo perro con distinto collar: aquí lo que manda es la audiencia. Es una de las grandes mentiras y trampantojos de la televisión.
Durante muchos años ha sido -y es- el programa predilecto al que los famosos se peleaban por ir, porque se gana mucho dinero -muchísimo en algunos casos, una pasta gansa- y, encima, siempre pueden decir los vips aquello de que no se mezclan con la telebasura que se practica en otros medios. ¿Quién no quiere ganar dinero limpio, bonito y facilón?
Ese tipo de dinero que no te ensucia ni te mancha el expediente, ya me entienden. Ahí, el fichaje bomba que se anuncia este miércoles: el de Jesulín de Ubrique. Porque aquí, como en todo en la vida, siempre ha habido clases. Trabajar, colaborar o concursar en TVE -también en Atresmedia- siempre estará mejor visto que hacerlo en Mediaset, en un Sálvame o un Deluxe.
[Jesulín de Ubrique, el último en sumarse a ‘MasterChef Celebrity’ tras su paso por ‘El desafío’]
He empezado, no sé muy bien por qué, refiriéndome a la versión Celebrity de MasterChef, pero este blog es una carta abierta a todos sus formatos. Algo está pasando con el programa que antes era estrella y ahora se está comenzando a estrellar. Vale, venga, no seamos muy duros: está en proceso de naufragio. Al menos, su versión anónima MasterChef 11.
Eso no me lo puede negar nadie. Hay más ejemplos, pero me quedo con el share de este pasado martes por la noche: 9,8 por ciento. ¡Ni a los dos dígitos llegó! Supervivientes le ha pasado por la derecha sin darse cuenta. Sí, el que antes era el buque insignia de la cadena comienza a cansar.
A las polémicas de toda la vida -malos modos, presión y contestaciones bastante cuestionables por parte del jurado-, se unen nuevos escándalos, como la intoxicación alimentaria masiva de 44 comensales invitados a la grabación del programa de Masterchef el pasado 19 de enero en el Oceanogràfic de València.
Sí: son cosas que pueden pasar, lo sé, pero esto me hace darme cuenta cabal de una cosa: MasterChef sufre de un terrible mal de ojo. Nunca terminó de ser un programa blanco, pues ha estado siempre al filo de la controversia, pero ahora es cuando le persigue la mala suerte. Y ahora la tiene, y de qué manera. No corren buenos tiempos para MasterChef.
Ya no venden ni las broncas ni las peleas ni esas maneras tan tremendas que emplea Samantha Vallejo-Nágera (53). Para mí, ella es uno de los grandes azotes de la televisión: ¡cuántos psicólogos habrá provocado esta mujer! Ahora está algo más moderada, pero jamás se me olvidarán crudos y crueles enfrentamientos con algunos concursantes.
Como lo que ocurrió en 2019 y que tanta polvareda suscitó. Tal fue la marejada que incluso un servidor llegó a asegurar que Samantha se pasaba por el forro los derechos de los trabajadores. Todo aquello vino porque Samantha echó un tremebundo rapapolvo a las concursantes de aquella edición Alicia y Laly.
Yo, desde casa, recuerdo que me iba encogiendo en el sofá a cada grito, a cada insulto. "Pero a ver, ¿tiene algún sentido hacer pasta de arroz con estas salsas?"; "Porque no sabéis hacer nada más. Estamos en un concurso de cocina, ¿lo sabéis?"; ¿Y con todo lo que había en el supermercado no se sabe hacer otra cosa que una simple salsa de pasta? Como no hay pasta... cogemos una pasta de arroz y hacemos un plato de pasta, sin pasta. Es eso, ¿no?", son solo algunas de las bofetadas verbales que les soltó Samantha a las pobres muchachas, quienes sólo atinaban a mirar al vacío y pensar por favor, que esto acabe pronto.
Y justo cuando las concursantes estaban a punto de explotar a llorar, la jurado tirana clavaba el estoque: "Vuestros platos son tan malos que la única manera de que aprendáis y que evolucionéis de verdad es yendo directamente a eliminación. Espero que os lo toméis en serio y que esto os sirva para evolucionar".
Pienso que de un tiempo a esta parte en televisión se traspasa esa línea roja con demasiada frecuencia, se consienten demasiadas licencias a los que, se entiende, están por encima del concursante. Y si éste se revuelve, cuidado; que tú has dado el consentimiento para que se te forme, para instruirte, le harán ver. Lo que se no especifica como cláusula -y si se hace es en letra pequeña- son las formas en que te convertirás en un chef de categoría.
Ese ensañamiento de los que hacen las veces de jurado inquisitorial, esa forma de maltrato verbal a los concursantes, ¡se debería penalizar! Esto es tan sólo una reflexión que lanzo por aquí. A ver cuándo se dan cuenta los que hacen espectáculo que una cosa es ir al servicio de éste y otra, muy distinta, es tratar a las personas del modo en que lo hacen en ese programa.
Porque lo he dicho varias veces y lo repito ahora: ¿qué diferencia hay, pues, entre MasterChef y Sálvame? Yo, así a priori, a veces no alcanzo a ver ninguna.