En los últimos dos años, los formatos de telerrealidad donde parejas sentimentales ponen a prueba su amor han copado tanto la televisión abierta como los canales de pago de nuestro país. Si bien es cierto que la pequeña pantalla española ya tenía en su haber algunos precedentes de esta misma temática, como el mítico Confianza Ciega de Antena 3 en el año 2002, no ha sido hasta el desembarco de La isla de las tentaciones cuando este tipo de programas se ha impuesto de manera contundente.
Al formato que Telecinco estrenó en enero del 2020 le han seguido otros como Love Island, en Neox, o Amor con fianza, en Netflix. Todos ellos espacios en los que el espectador experimenta el despertar de emociones, sentimientos y empatía que en ocasiones se combinan con una peliaguda sensación de satisfacción a la hora de ver sufrir y traicionar a otros.
Sabedores de esto son la mayoría de participantes de este tipo de programas, que ven en estos realities la oportunidad para generar unas ganancias que difícilmente podrían conseguir de otra manera y en tan corto espacio de tiempo. Sería casi naif pensar que las personas que aparecen en estos formatos parten con la ingenuidad de aquellos que inauguraron el género a comienzos de los dos mil, y es que tras varias ediciones, y siendo ya nativos de la telerrealidad, resulta casi irrefutable afirmar que todos ellos saben de sobra lo que están haciendo. Jóvenes que de la noche a la mañana pasan de llevar una vida anónima a formar parte de la 'farándula' nacional y copar horas de televisión y portadas de revistas.
Buen ejemplo de este fenómeno es una de las mujeres que más ha dado de qué hablar en los últimos meses a la prensa del corazón, Fani Carbajo, que junto a su pareja Christofer -ambos participantes de la primera edición de La isla de las tentaciones- se han convertido en una especie de empresa capaz de generar miles de euros a la velocidad del rayo. Según informaciones vertidas en varios medios, la madrileña podría haberse embolsado unos 500.000 euros en apenas dos años a consecuencias de sus escándalos sentimentales. Una serie de tramas televisadas en las que la infidelidad se ha convertido en una especie de cheque al portador.
Fani y Christofer parecen tenerlo claro: 'ponerse los cuernos' vende. Y por ello no han dudado en repetir fórmula cada vez que se les ha brindado la oportunidad de participar en algún formato de televisión. Si bien es cierto que posiblemente el caché con el que cuenten en La isla de las tentaciones no es tan cuantioso como para que salga a cuenta soportar la presión social que implica televisar tales traiciones, una vez realizada la emisión se aseguran estar de nuevo en el candelero y la posibilidad de facturar. Todo un negocio que premeditado o no, ha llenado los bolsillos de sus protagonistas.
Dejando a un lado cualquier tipo de dilema moral, cada pareja establece sus propios límites y reglas. Una serie de premisas donde el resto poco tenemos que decir, pero que de existir cierta libertad en el terreno sexo-afectivo entrarían en conflicto directo con el ánimo de lucro a partir de la emisión de unas supuestas deslealtades. ¿Resultaría de tanto interés ver los escarceos amorosos de parejas que reconocen ser 'abiertas'? La respuesta es no. Y es que si la pareja previamente confiesa que tienen aceptado que cada uno de ellos puede tener relaciones con un tercero, la traición es inexistente. Un escenario que podría ser justo el que esconden algunas de las relaciones más mediáticas en este tipo de realities, que van, vuelven y se perdonan de manera vertiginosa, pero siempre frente a alguna cámara que capture el dramático momento.
La balanza se compone de dos elementos pesados, por una parte la humillación consentida y por otro el beneficio económico. Una partida en la que muchos no parecen dudar a la hora de elegir. Y es que por increíble que parezca cuando se expresa con tal crudeza, el dolor ajeno interesa. El espectador disfruta en cierto modo cuando ve comportamientos antitéticos a los suyos o inclusive similares a los propios, pero que vistos desde el sofá no son percibidos tan graves. Una sensación de eximir culpas que genera una sensación de bienestar al considerar que uno mismo no es tan malo como el que ve por televisión.
Por otra parte, el síndrome voyerista es otro de los factores que más benefician a este tipo de formatos. El ver lo que en otras circunstancias pertenecería a la esfera más privada de las personas está cubierto por un morbo que subyace en la propia naturaleza humana, y es como seres racionales que somos la observación forma parte de nuestra psiquis. El homo sapiens es curioso y, porque no, cotilla. Nos gusta conocer y saberlo todo, aunque paradójicamente en muchas ocasiones esos hechos que son percibidos como veraces no son más que una escena totalmente montada de manera tan artificiosa como la mejor obra de teatro que pudiera verse. Un mérito que de ser así hay que reconocer a los protagonistas de estos programas, que parecen haberse formado en las mejores academias de interpretación y que son producto de más de dos décadas de telerrealidad.