Qué tiempos tan extraños. Unos lloran a sus muertos en la fría soledad de sus salones, sin poder acompañar a sus seres queridos ni siquiera con un último adiós o un último beso. Otros -indiferentes a ese dolor- no dan abasto para disfrutar de las miles de series que se han liberado en Internet, entre una clase de zumba, otra de cocina y la última visita guiada, por supuesto virtual, al Museo del Prado.

El mundo se ha convertido un lugar solitario. Y extraño. Sobre todo extraño, porque mal que bien nuestro aislamiento se alivia cada día a las ocho con esos aplausos merecidos para nuestros médicos, enfermeros, policías, soldados, bomberos, transportistas, cajeros, farmacéuticos... Aplausos que se transforman en menos de lo que dura un suspiro en insultos, imprecaciones, bufidos, gruñidos y malas caras cuando por la calle aparecen un adulto y un niño paseando.

Nadie presta atención al aleteo del niño. Tampoco observan su rostro inexpresivo. Cómo pedirles que piensen -siquiera un segundo- que ese niño puede tener autismo, que ese niño puede ser discapacitado. 

Pedir empatía a quien tiene miedo es tan complicado como pedírsela al que se salta el confinamiento porque 'todo es mentira' y 'nadie se muere por el virus ese'.

¿Entonces?

El Real Decreto del pasado 14 de marzo establece que "durante la vigencia del estado de alarma" únicamente se podrá circular por la vía pública para realizar una seria de actividades concretas y que siempre "deberán realizarse individualmente, salvo que se acompañe a personas con discapacidad". Es más, una Instrucción del Ministerio de Sanidad del 19 marzo habilita "a las personas con discapacidad que tengan alteraciones conductuales [...] que se vean agravadas por la situación de confinamiento, y a un acompañante, a circular por las vías de uso público, siempre y cuando se respeten las medidas necesarias para evitar el contagio".

Desde entidades tan importantes como Autismo España ya han alertado de esta situación y Plena Inclusión, organización que representa a más de 140.000 personas con discapacidad y a 235.000 familiares en todo el territorio nacional, ha presentado una denuncia ante el Defensor del Pueblo para frenar el torrente de insultos que miles de discapacitados sufren a diario sencillamente por ejercer un derecho garantizado por ley.

Hay quienes, en cambio, a título individual o desde algunas asociaciones, piden vestir a nuestros hijos con un pañuelo azul para que los policías del balcón puedan identificarlos y así evitar las descalificaciones.

Gracias a Dios en casa Ana y yo no tenemos este problema. Hasta el día de hoy nuestro hijo con TEA sobrelleva el confinamiento mejor que nosotros y nuestra hija pequeña -de apenas año y medio- no tiene preocupaciones de ninguna clase.

Quizás nos cueste más opinar por este motivo, aunque si bien es cierto que los niños con TEA ya están suficientemente estigmatizados, marcados y señalados por la sociedad como para que además nosotros les pongamos un identificador extra, también lo es que quien tenga la absoluta necesidad de salir cada día a la calle con su hijo para mantener una suerte de rutina fingida aceptará colocar el pañuelo o lo que haga falta con tal de evitarle a la criatura los insultos y las malas caras.

No se trata de la opción que elija cada uno. Se trata del estigma, de la cruz amarilla en el pecho, de la letra escarlata, del sambenito. Nadie, absolutamente nadie debería ser señalado por su condición nacimiento, raza, sexo, religión u orientación sexual, pero tampoco por su condición neurológica o médica. Nadie merece ser señalado y menos un 2 de abril, Día Mundial de la Concienciación sobre el Autismo, por salir a pasear con o sin pañuelo azul. No podemos vivir encerrados en casa e increpados en la calle.

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