Después de asesinar a 17 personas en la escuela Parkland de FloridaNikolas Cruz confesó a la policía que lo hizo guiado por unas voces que escuchó en su cabeza, por unos "demonios" que le habían dicho cómo y cuándo debía atacar. Después se conoció que meses antes le habían prohibido entrar al mismo recinto con una mochila sospechosa porque había dudas sobre el posible peligro que podía representar para el resto de los alumnos. Un peligro que a la postre se demostró real.

Nikolas Cruz sufría depresión, déficit de atención y autismo. O al menos eso dice el informe del Departamento de Niños y Familias de Florida (DCF) que la defensa del asesino ha permitido hacer público para utilizarlo como argumento fundamental a favor del joven de 19 años. Un informe que permite a Nikolas Cruz seguir haciendo daño, y mucho, a multitud de niños tan o más indefensos que aquellos a los que ametralló en otra matanza de San Valentín.

Utilizar ese informe como atenuante de sus actos supone igualar a un asesino con una persona cualquiera con depresión, con cualquier niño que sufra un deficit de atención y también con cualquier persona con autismo. ¿Eso quiere decir que los autistas son asesinos? ¿Significa que los autistas oyen voces en su cabeza? ¿Debemos entender entonces que las personas con TEA llevan "demonios" dentro de sí?

Obviamente, todos mis compañeros periodistas que han utilizado el argumento de que Nikolas Cruz era depresivo y sufría deficit de atención y autismo como justificación a sus actos del pasado 14 de febrero merecen un tirón de orejas, una clase extra de periodismo por no haber confirmado ni contrastado que el autismo ni es una enfermedad ni las personas que lo padecen están locos.

Hace ya algunos años escribí un artículo en un blog deportivo que, después del sonrojo, me sirvió para entender una lección básica de periodismo y, sobre todo, una lección de vida que no olvidaré jamás. En aquella entrada definía al padre de un jugador como un "enfermo terminal" del golf para situar de forma extremada su obsesión por tal deporte y cómo aquella actitud había condicionado la vida su hijo desde su más tierna infancia. Evidentemente, muchos lectores que habían sufrido la desgracia de vivir la enfermedad terminal de algún ser querido me lo reprocharon con dureza. Y con toda la razón. Obviamente rectifiqué el texto.

Aquel día entendí que las palabras también hieren, que los periodistas tenemos una responsabilidad en su uso porque una expresión inadecuada o no ajustada a la realidad al 100% puede ser tan lesiva como cualquier agresión física e incluso más en según qué ocasiones. Por eso a los padres de niños con autismo nos duele tanto que identifiquen a nuestros hijos como "locos" o que los señalen como "enfermos".

No, señores. Mi hijo no es un enfermo, porque el autismo no es una enfermedad. No se puede curar con medicación ni con ningún otro tratamiento. El autismo es un trastorno neurológico del que aún no sabemos prácticamente nada y que, hoy por hoy, sólo puede combatirse para minimizarlo. Y, por supuesto, mi hijo no es un loco, simplemente es una persona cuyas conexiones neuronales no le permiten percibir el mundo como lo hacen las personas 'neurotípicas' sino que lo entiende y lo vive a su modo.

Ni enfermos ni locos, personas.

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