La política no es un carrusel límpido relacionado con el servicio público: más bien se trata de un angosto pasaje entre Escila y Caribdis en el medio de un mar proceloso. Un paso en falso puede significar la deflagración política de cualquier actor, por ello se valora tanto actuar con cautela.
Siguiendo la estela de los mitos clásicos, España ha encontrado en los últimos días a su Ícaro particular. Íñigo Errejón, al igual que el resto de fundadores de Podemos, quiso volar demasiado cerca del sol para asaltar los cielos, pero ha acabado siendo víctima de su propia irresponsabilidad. La insurrección siempre acaba devorando a sus hijos y Errejón es ya oficialmente pasto de las olas de este fallido océano revolucionario.
Al parlamentario se le achaca (en principio) una carencia de escrúpulos, tacto y empatía a la hora de tratar a las mujeres con las que salía, así como una inclinación por prácticas sexuales no del todo ortodoxas y una propensión al sexo que rayaba en la adicción.
Convengamos, no obstante, en que ninguno de los actos que se le atribuyen son punibles o siquiera censurables de por sí. Nadie puede juzgar a un particular por sus ademanes privados (siempre que medie el consentimiento de las partes implicadas) o por cómo gestiona sus noviazgos. Cada persona es un mundo, especialmente en el ámbito de las relaciones afectivas. Sin embargo, Errejón ha cavado su propia tumba exigiendo de los demás un comportamiento que entra en directa contradicción con su verdadero pensamiento. En política la coherencia es un valor en alza y el dirigente madrileño ha despreciado este factor (por el que ya cayó, por cierto, su examigo y excompañero Pablo Iglesias).
Cuando haces de lo personal algo político estás destinado a ser un modelo cuasirreligioso de conducta.
El problema que destila alimentar una narrativa puritana en el que el tratamiento que se le debe a la mujer es estrictamente pulcro y repleto de reservas (y hasta de miedos) es que cuando uno mismo rompe sus premisas está dando pábulo a sus enemigos para desbancarlo en sus propios términos. En el instante en el que uno pronuncia enunciados disparatados como «las denuncias falsas no existen» con el objetivo de alimentar una electoralmente conveniente polarización social está dotando a sus rivales políticos de argumentos para atacarlo en el futuro. Errejón es, en última instancia y gracias al incendiario discurso que él mismo ha promocionado, el artífice de su desgracia.
Aun con todo, este desenlace era perfectamente evitable. Existían dos cursos de acción posibles: uno en el que Errejón mantendría la vida privada que llevaba, pero establecería un perfil político bajo, alejado de la polarización y el maniqueísmo, y otro en el que seguiría siendo el abanderado fosforescente de causas polémicas al tiempo que procuraría entablar una vida personal más ordenada. El brillante estudiante de ciencias políticas incurrió en la novatada de querer estar, al mismo tiempo, en el coro y repicando. Eligió hacer gala de una vida personal incoherente y desordenada mientras no renunciaba a prestar el rostro para esgrimir discursos que podrían fácilmente sepultarlo en el futuro.
En la política hay una regla de oro: nunca hay que poner la cara si no es estrictamente necesario. Errejón, como si de Ruzcavado (figurante central del cuadro de Goya Los fusilamientos del 2 de mayo) se tratase, ha comprado todos los boletos para recibir un disparo en el corazón.
De hecho, centren su atención por un momento en el cuadro mencionado: en él, Ruzcavado abre los brazos y se entrega a la muerte. Errejón no ha actuado de forma desemejante. Por narcisismo, fallo estratégico o simple desinterés el madrileño se ha puesto a sí mismo continuamente en el centro del paredón de fusilamiento. La cuestión era cuándo llegaría el momento en el que, finalmente, un soldado sin nombre apretara el gatillo.
Esta circunstancia era de sobra conocida por el protagonista, quien admite haber llegado al límite de la contradicción entre la persona y el personaje. Esta frase entraña una conciencia de que, tarde o temprano, acabaría cayendo presa de las ideas que azuzó. Desde que provocó un cisma en Podemos y, posteriormente, abandonó el partido para iniciar un peregrinaje por Más País y Sumar, Errejón siempre fue uno de los adalides de la izquierda posmoderna. Por ello, que haya caído presa de la bestia que ha alimentado nos ha dejado una de las piezas de comedia política más hilarantes e irónicas que se ha visto en España.
Errejón ha demostrado ser paradójico, complejo y contradictorio, pero la política no admite la complejidad. A causa de esto, como Robespierre, ha muerto a manos de su guillotina.
En un contexto en el que desde Ferraz se están liberando los perros del infierno para acabar con Sumar, Íñigo Errejón se estila como el último clavo en el ataúd de un movimiento popular que surgió tras el 15-M y resultó estar tan vacío como los principios de sus fundadores.