Dadas las relevantes consecuencias y repercusiones que la pandemia de Covid está teniendo para la sociedad, hemos alcanzado un punto donde estas no deberíamos evaluarlas solo en clave puramente de salud pública, sino también en clave política y, sobre todo, de los servicios y atención que los ciudadanos acreditan por su condición bien de contribuyentes públicos o privados.
La aparente escasa voluntad de las autoridades en legislar en torno a una ley de pandemia, dado el gran vacío legal existente y las repercusiones legales de las medidas coercitivas adoptadas hasta la fecha por las administraciones, denota, entre otros aspectos, una falta de interés real en establecer un marco constitucional claro donde los derechos y obligaciones de los ciudadanos estén totalmente garantizados y no quede al albur, en cada momento y lugar, de los políticos, entidad pública o privada, o bien juez de turno.
Da la impresión de que amparados en las “medidas anti-Covid” los organismos, entidades e incluso personas individuales, pueden maniobrar de forma excesivamente autoproteccionista menoscabando sus auténticas obligaciones y, por ende, los derechos de los ciudadanos a recibir una atención adecuada.
Sirva como ejemplo y pequeño botón de muestra lo que está ocurriendo en la Atención Primaria de la salud, la discrecionalidad en poder obtener citas presenciales para realizar gestiones en organismos públicos o entidades privadas y, por qué no mencionar también, el exceso de “celo” de los administradores de fincas interpretando las normas de forma muy subjetiva y en detrimento de la información y transparencia que deben proporcionar a las comunidades de vecinos.
La Covid ha propiciado la instalación de forma muy acertada de pantallas físicas de protección sanitaria en comercios, tiendas, restaurantes, etc... Estas pantallas físicas no deberían acarrear la instauración de otro tipo de pantallas discrecionales y arbitrarias que impidan la relación directa y presencial de los ciudadanos con los prestadores de servicios.
Por qué es posible, en la era “Covid asimilado”, ir a una tienda, farmacia, peluquería y cueste, por ejemplo, muchísimo más que te atienda un médico de la sanidad pública presencialmente a nivel de Atención Primaria.
Todo esto nos lleva a pensar que no se debería, con todos mis respetos y reconociendo las dificultades inherentes de una pandemia como la que sufrimos, a utilizar el “comodín Covid” para arbitrar qué es lo que se puede hacer, no hacer o dejar de hacer en cada momento de forma poco coherente o rigurosa desde la perspectiva del más que “paciente” ciudadano.
Si muchas empresas se han visto forzadas para sobrevivir a arbitrar medidas rápidas que permitan atender su negocio y tratar con los clientes de forma ágil y eficiente, igualmente administración pública, bancos, gestorías, administradores de fincas, etc., deberían estar capacitados y obligados a prestar los servicios de la misma forma.
Con más del setenta por ciento de la población vacunada con la pauta completa, los protocolos y medidas higiénicas claras e interiorizadas en la población general, ya no se sostiene que los organismos públicos y entidades en general denieguen o se resistan a establecer citas, reuniones o eventos presenciales que resultan necesarios, y en algunos casos imprescindibles, donde, por ejemplo, la brecha digital, bien sea de medios o conocimientos, impida una relación adecuada proveedor-cliente.
Cuando hoy en día a los políticos se les llena la boca con palabras huecas como “progreso” y “transformación de la realidad”, uno se pregunta si de verdad quieren mejorar nuestra vida cotidiana y resolver los problemas de la realidad. Quizás la respuesta pueda ser tan simple como que no sea necesario transformarla sino simplemente preocuparse de ella para mejorarla y no de espíritus exotéricos que simplemente vagan en las catacumbas del poder y la manipulación.