Si los timbales y los tambores pudieran hablar, estoy fervientemente convencido que preguntarían por Celia Cruz. La Guarachera –que así llamaban a Celia– fue todo una personalidad, un huracán de emociones, un terremoto que puso Cuba patas arriba. Nació en La Habana en 1925, y no se le conoce como la Reina de la Salsa por azar, sino por toda una vida volcada a su voz y a su tierra. Pero en este texto, me gustaría contaros una anécdota, algo que me hizo pensar que la sonrisa de Celia escondió algo de melancolía durante muchos años.

En 1960 y en pleno auge de la revolución cubana, dirigida por Fidel Castro, Celia Cruz cumple con un contrato en México sin saber que nunca jamás volvería a pisar su amada Cuba. El gobierno castrista fichó a todos aquellos cubanos que cumplían contratos laborales en el extranjero y los condenó moralmente a no poder volver a su país, y entre todos aquellos compatriotas, se encontraba la joven Celia de 35 años.

Una vez en México, Simón Cruz, el padre de la cantante, fallece y La Guarachera pide al gobierno cubano poder regresar para despedirse de él. La negativa del gobierno de Fidel Castro hundió a una joven que desconocía que en 1962, apenas dos años después, tiene que soportar la enfermedad y posterior muerte de su madre, de nuevo en el horizonte. Paralelamente, Celia Cruz ya se habría ganado su puesto en lo alto de Los Ángeles, ya era una celebridad en los Estados Unidos, pero aunque toda América la idolatraba, desde la Patagonia argentina hasta el Estrecho de Bering, ella nunca pensó en California, ni en Arizona ni en Hollywood, sino en Cuba.

En 1990, ya con una estrella en el Paseo de la Fama de Hollywood, el gobierno de Estados Unidos le invitó a realizar una presentación en la base naval de Guantánamo, territorio estadounidense dentro de la isla de Cuba. Sería la primera vez que pisaría su tierra origen. En aquel viaje en avión hasta Guantánamo, recordó a su padre, a su madre y añoró su infancia y adolescencia en su patria.

Después de cantar Cuando salí de Cuba, entre otras canciones, los paparazzis cazaron como Celia se dirigió a la valla que separaba el territorio estadounidense de Cuba. En la fotografía, se puede ver cómo la cantante introduce su mano dentro de la cerca, agarra un poco de tierra cubana con sus manos y la mete en una bolsa. Su pena por no volver a su país duró toda su vida, porque no volvió. Ese trozo de tierra era lo único que le quedaba del país que la vio nacer, ese mismo país que, por culpa directa del gobierno, censuró su imagen en la televisión y todas sus canciones en la radio. El gobierno prohibió a los cubanos escuchar a su cubana más querida y admirada en todo el planeta, desde México hasta la China.

Perdió la batalla contra el cáncer en 2003, después de mucho tiempo intentando ganar esa guerra con su ¡azúcar! particular. Su cuerpo ni se despidió, ni se enterró en Cuba, y en Miami acudieron rostros conocidos, grandes nombres de la música. Le depositaron esa tierra que recogió en 1990 en Guantánamo encima de su féretro en señal de que Cuba había vuelto a ella y no al contrario. Y así se fue, envuelta en Cuba, y el pueblo se despidió de ella resentido por no haberla visto ni oído en su país.

La política y la miseria humana hicieron que toda una nación llorara de rabia por no haberla presenciado en directo en mucho tiempo. Seguramente ahora, en 2020 y después de tanto tiempo, los guacamayos, las serpientes, las aves rapaces junto a los demás animales y los grandes pinos, palmeras y montañas de las selvas más endémicas de la isla se sigan preguntando: ¿dónde fue Celia? Quizá le pueda responder el Sol, que la estará oteando desde allí arriba, que Celia Cruz se fue del mundo porque perdió la perla de la vida. Pero ojalá hablara el Sol, para así poder decirle a esas selvas que estén tranquilas porque aunque ella no volvió a Cuba, Cuba volvió a ella.