Me parece absolutamente imperdonable que cualquier político de cualquier partido de este país se presente en cualquier clase de acto público vestido como le dé la gana. El 12 de octubre Pedro Sánchez, sin corbata en el desfile –por respetar su esencia, según él–; pero otros días cualquier diputado que viste mochila y vaqueros, camisetas al uso y todo ello para respetar su libertad de vestir como se quiere.
Estos individuos probablemente no se han percatado de que en un acto público a todo el mundo le apetecería respetar su propia esencia expresando su personalidad. No se trata de la esencia de uno mismo. Se trata de que, cuando hay un protocolo, el protocolo iguala a las personas marcando una pauta de uniformidad, y ello, sencillamente -parece mentira tenerlo que decir– porque en la igualdad de la indumentaria la esencia de uno mismo se diluye en un todo uniforme que sirve para remarcar el interés general.
Nadie debe hacer prevalecer su esencia por encima de lo que es un interés superior. Cuando se vulnera este uso social –el cual obviamente no es coactivo–, no valoramos el daño que hacemos. A mí, por ejemplo, me apetecería mucho ir en vaqueros a una sesión de juicio oral, o prescindir de la toga en esos días pesados del verano; también me apetecería quitarme la americana en los banquetes de boda, pero he comprendido que la forma encauza la realización de lo verdadero. También en el derecho, donde el juego de lo formal determina lo material.
No voy como me da la gana porque respeto los usos que determinados actos imponen por encima de mis apetencias personales. Estoy seguro de que al rey le encantan los vaqueros y que se encontraría muy a gusto presidiendo un desfile militar con ellos –tampoco despreciaría unas buenas bermudas en un día de calor–, pero ¿qué pensaría Pedro Sánchez si se encontrara al rey en vaqueros expresando su esencia? Ayer, Pedro Sánchez nos ha impuesto su esencia, algo arbitrario que no dice nada bueno, pero, algo pero, queriendo ser presidente de Gobierno, ha sido muy poco respetuoso con nuestras fuerzas armadas, donde la uniformidad eleva al individuo a una categoría superior. No sé por qué algunos políticos socialistas la pifian en los desfiles, pero Zapatero no se levantó ante la bandera de Estados Unidos. Su esencia.
En marzo pasado celebramos la Asamblea de la Gran Logia de España (es verdad que los masones nos distinguimos por un exquisito respeto del protocolo y de las formas, es cosa que viene de los ritos). Fue en Barcelona. Invitamos a Puigdemont a la cena de gala porque es uso entre masones invitar a las autoridades públicas. Se trataba de una cena de gala con treinta y cinco delegaciones internacionales de todo el mundo. Música clásica y todos vestidos de negro, con camisa blanca y corbata o pajarita igualmente negras. Lo que se dice, una cena de etiqueta. Algo hermoso. Él se presentó vestido de verde.
El Gran Maestro le hizo ver que le invitábamos porque siempre se invita a la máxima autoridad de un territorio concreto, porque Cataluña supuso un bastión para el regreso de la masonería a nuestro país, pero que la masonería no es de derechas ni de izquierdas, y que, del mismo modo, no es ni nacionalista ni independentista (luego, cada masón tiene su criterio propio). Eso sí, respetamos al Estado, en este caso el español, que nos es propio. Él apareció vestido de verde. Habló en catalán sobre Cataluña y luego en inglés para algunas delegaciones internacionales, pero omitió cualquier palabra en español.
Nos mostró su esencia, nos habló de lo que a él le daba la gana, despreció el idioma común de los masones españoles que le habíamos, y se marchó a los postres despreciando un maravilloso concierto de música clásica. Bien, su esencia. Pocos meses después hemos descubierto que aquellos a los que solo les importa su esencia, al punto de que ésta ha de prevalecer por encima de situaciones colectivas, o de grupo, o de mera cortesía u hospitalidad, no tardan en ser arbitrarios. Y ello pasa, tan solo, porque cuando te acostumbras a imponer tu esencia sin importarte la esencia común, la de todos, no tardas en hacer lo que te da la gana, y, de hacer lo que te da la gana, no tardas en procurar que los demás hagan lo que tu quieres. En otras palabras, la forma doma nuestra voluntad más despótica y nos integra en situaciones compartidas de mayor interés que nosotros mismos.