“Me too”, “yo también”, fue un movimiento de denuncia colectiva surgido y promovido en las redes sociales hace ya siete años, a raíz de acusaciones de abuso sexual contra el productor americano de cine Harvey Weinstein.
Con su hashtag, el #MeToo se ha ido erigiendo en denuncia contra los casos sórdidos de quienes utilizan su poder para ejercer violencia sexual, casi siempre hacia las mujeres.
Siete años después, el mitú español se reencarna ahora en las acusaciones al ya expolítico Íñigo Errejón, abanderado -y, a la postre, vemos que falsario- adalid del feminismo durante una década en Podemos, Más Madrid y Sumar.
“Los mecanismos de detección de nuestra organización han fallado”, reconocía lacónico cual bot, tarde y mal, Ernest Urtasun, portavoz de Sumar y ministro de Cultura, unos eternos días después de la forzada dimisión de Errejón, tras la ejecutiva de Sumar.
Salvaguardemos la presunción de inocencia, y demos por hecho que en casi todas las crisis políticas hay un barrillo de fondo de celos, rencillas personales y ajustes de cuentas. Seguro que esta vez también habrá algo o mucho de eso; pero, más allá del ensañamiento con el árbol caído, que tanto gusta por estos lares, y que se justifica por las incoherencias exhibidas durante años por la persona-personaje Errejón, cabría formularse la pregunta de cuántos mitús caben en la política: en la local, en la autonómica, en la nacional, en la internacional…
O, mejor aún, y por ser más justos, ampliando el foco, no solo en la política sino también y más bien en la cosa pública, en el ámbito público, en general, que no necesariamente se ha de ceñir a la compleja, reglada, rígida y sacrificada liturgia política institucional.
Añadamos pues, en este cuenco de purificación, los movimientos asociativos, sindicales, vecinales, conservacionistas, religiosos, culturales, deportivos, colectivos con visibilidad e influencia públicas, sean los que sean, de cualquier índole… pongamos a todos ellos en el caldero del aquelarre público, y que cada cual se analice y haga sus prospecciones a fuego lento.
Pongamos en una balanza la dignidad que exigen los mandatarios de estos ámbitos públicos, los aires de superioridad y grandeza que rezuman y, en la otra balanza, valoremos la coherencia de sus soflamas. Si, además de toda su trascendencia social, estas entidades tienen poder real y son subvencionados con recursos públicos, obtendremos un atractivo y a veces pestilente mejunje, aderezado con taza y media de moralina.
¿Cuántas personas que dicen encarnar los casi siempre loables valores que defienden estos colectivos han medrado en su posición personal con un discurso que después comprobamos que se torna en pura mentira?
¿Cuántas personas, personajes y personajillos han utilizado la faz pública para mejorar su posición, su reputación, sus ínfulas de superioridad, su agujereado bolsillo o, simplemente, para maquillar sus complejos? El algodón no engaña: hagamos ese análisis, aunque sea duro y complejo, y que cada palo aguante su vela.
Pero, sobre todo: cuando se conoce públicamente uno de estos casos de mentira y hedor, pensemos también en qué nos indigna más, en qué nos parece más grave, qué nos escandaliza, si el haber sido engañados por esa pantomima teatralizada de quien parece no haber roto nunca un plato o, más allá de todo ese teatro, si nos enfadan y repugnan los hechos denunciados en sí. Reflexionemos. ¿Qué opinas?
Porque, si nos mosquea más el habernos sentido tangados que los propios hechos denunciados, igual es que tenemos impregnado en nuestra vanidosa piel el barniz de la dignidad, y que esa dignidad es más fuerte, me temo, que el de la sensibilidad con las personas que han sufrido los hechos, o incluso con la sororidad. Mucho más, aún, cuanto más vulnerable y débil sea la víctima.
Sería deseable que este errojonazo sirviera, al menos, para que las personas afectadas en un futuro por los abusos de todo tipo no tuvieran que esperar años en denunciarlos. Ojalá que las víctimas -actuales o futuras- nunca tengan que sentir que sólo gracias a denuncias anónimas, coartadas, intereses espurios y hashtags, la formación de marras no tiene más remedio que quitarse la careta, luchar contra sus incoherencias, entonar el mea culpa, arrojar certezas y actuar.