A Javi G., porque el infierno de mi sanar pasó, en parte, por él.
El otro día mi tableta me recordó una de las fotos más dolorosas que me he podido hacer. Se la envié a una amiga para que viera que estaba bien, muy bien, cuando realmente no lo estaba. Supongo que hay veneno en cada cosa que perdemos. No recuerdo otra versión posible.
El pelo era un escudo que cayó pronto demasiado pronto. Era un castillo de cartón que no superó la lluvia o ese barquito que bajaba cuesta abajo por la carretera inundada de mi pueblo sin ninguna intención, tan solo la de ir por el riachuelo y, como dijo Rigoberta en su canción, A ver qué pasa. Una torre de naipes que, ante un puñetazo sobre la mesa, cae como si dejaras una aguja sobre su aparentemente firma, pero sutil verticalidad. Superar la tormenta. Como si fuera posible.
Quizá el pelo era una torre demasiado alta, que situaba una esperanza demasiado alta, que amarraba unos principios demasiado mal asentados. Las cejas se fueron con él y con ellas, rápidamente, se fueron las pestañas. No dolió o, por lo menos, el dolor no fue físico. Dolió el porqué se fue y la pérdida, los sentimientos posteriores. Los comentarios de unos, las miradas de otros, los silencios de muchos y el no entender a nadie. Cuando todo empezó, mi epopeya personal, yo era demasiado joven como para parecer mortal. Quizá todavía lo sea, pero he aprendido a gestionarme –o por lo menos a internarlo–.
Fue un luto, con todas sus fases. Y no por un proceso natural como es el ciclo de la vida: envejecer con o sin dignidad, cada cuál elige cómo. Yo no estaba envejeciendo y eso produciendo una caída natural del pelo. Yo solo perdía mi pelo, sabía el porqué, entendía el porqué, me lo habían explicado, pero no llegaba entender mis porqués.
Recuerdo el primer cabello que encontré en la almohada. Lo miré, un solitario soldado caído, y supe que era el comienzo del fin. Ya me habían avisado de que aquello podía pasar. Cada día, había más y más de ellos, un constante recordatorio de lo que estaba por venir. Si cierro los ojos, ahí que está el niño con la lengua llena de pelos al despertar de tantos que había en la almohada.
Mirarme al espejo se convirtió en un acto de valentía. Cada vez había menos de mí, menos de quien solía ser. La imagen que me devolvía el espejo era un extraño, una persona que no reconocía. Dejé de hacerme fotos. Perdí peso casi sin darme cuenta. Me ocultaba cuando sacaban el objetivo y yo podía salir de espaldas. Algo en mí iba demasiado rápido.
En el silencio de la habitación, el espejo reflejaba una imagen que costaba reconocer. Cuando pasaba la mano entre los folículos que quedaban, pobres y débiles, arrancaba más de la mitad. Los ojos, llenos de determinación y valentía, se encontraban con una cabeza desprovista de su antiguo esplendor. El pelo, antes espeso y brillante, ya era un recuerdo que se desvanecía. El peine ya no encontraba resistencia por las mañanas, se deslizaba sin esfuerzo por el cuero cabelludo. Cada pasada, un adiós. Cada hebra que se desprendía, un suspiro que se escapaba. Pero en cada reflejo sin pelo, también había una promesa de resistencia, de lucha, de esperanza.
La caída del pelo, aunque dolorosa, es un recordatorio de la vida que se aferra, que se niega a rendirse. "Quizá, aunque todo esto nos haga pasarlo mal, puede que hasta aprendamos algo" fue a la reflexión que llegué una mañana de desesperación.
Todo empezó demasiado pronto, demasiado joven e inexperto, demasiado sensible como para que no me afectara. Una calva en la nuca que fue creciendo a medida que el tratamiento también lo hacía y de la mano, mi ansiedad y estrés me superaban. Luego salió, me abandonó de nuevo, trató de volver a salir sin éxito porque seguía tratando de curarme y entender qué estaba pasando, volvió a intentar salir y cayó con otro tratamiento… Han sido muchos años de amor obsesivo, de buscar pelos entre las sábanas, de raparme el pelo negro azabache sin llorar porque las lágrimas iban por dentro.
El pelo, a veces se convierte en un símbolo de nuestra identidad, como una extensión de nuestro ser. Pero cuando cae, como un escudo derribado por el embate del tiempo y la enfermedad, nos sentimos vulnerables, expuestos. Era un castillo de cartón, una fortaleza efímera y falsamente segura que la lluvia de la realidad deshizo sin esfuerzo.
Quizá una torre demasiado alta, construida con los ladrillos de nuestras esperanzas y sueños. Una torre que, en su caída, nos recuerda la fragilidad de nuestras construcciones humanas. Una esperanza demasiado alta que, al desplomarse, nos deja con la mirada fija en el cielo buscando unas respuestas inexistentes. Pinchazos, dolor, la pena de varias cosas juntas que se unen bajo un mismo nombre y que genera un sentimiento extremo de falta de aire nocturna.
Porque los miedos siempre crecen y generalmente de noche, son como esos perros que rebuscan en la tierra del pasado para agotar el futuro. Más pinchazos, más dolor, menos pelo, el sentimiento impasible de que no vas a agradar a nadie, nunca. Y los perros te acosan, te invaden, te sacuden, te acompañan. Dolores de cabeza, angustia, algún vómito. Y los perros a lo suyo, con su hueso en la tierra enterrado y mis pensamientos rondándoles.
Yo sentía que no podía escalar más la torre que se me había impuesto. Que me quedaba sin fuerzas, pero es increíble lo que un cuerpo puede resistir. Cada pinchazo me hizo más fuerte, cada noche sin dormir más resistente al miedo y, poco a poco, fui creándome. Enmudecí ante muchas cosas, enrabié ante muchas otras, pagué con algunos lo que era solo mío.
Pero hasta cuando el escudo cae y el castillo se desvanece, descubrimos que hay algo más fuerte, más resiliente que lo físico, que el cartón, que la misma piedra: el espíritu humano. Y es en ese momento, desnudo de pretensiones, cuando he empezado a construir algo verdadero conmigo mismo que venía de dentro.
Un día, en la sala de espera de este proceso, escuché a un hombre compadecerse. Sentí que tenía toda la razón. "¿Por qué a la gente buena nos pasan cosas malas?". El señor decía algo que yo también pensaba –aunque no me considere bueno porque creo que en esta vida y dependiendo de la mirada de los demás, todos jugaremos papeles que no nos gustarán en la vida de los otros–. Pero tenía razón. A la gente buena –y a la mala– nos pasan cosas muy malas. Es una cuestión que atraviesa el tiempo, un enigma que se despliega en el tapiz de la vida.
La bondad no es un escudo contra la adversidad, ni la virtud una garantía de felicidad, pero en la trama de lo que nos sucede, hay hilos de esperanza y lecciones que aprender. Y aunque pueda doler, también puede ser una oportunidad para crecer, para aprender, para amarse a uno mismo tal y como nos toca ser. Y eso, al final del día, es lo más importante. Porque cada hebra de pelo caída es una batalla librada, una señal visible de la guerra que se libra en el interior. Es un recordatorio constante de la lucha, una medalla de honor y dolor a partes iguales.
La batalla es dura, el camino es largo y la pérdida es real. Pero en el corazón de la adversidad, también hay belleza. La belleza de la resistencia, la belleza de la esperanza, la belleza de la vida. Decidir avanzar en el camino sin que el pasado ni el destino puedan destruir una vida honesta. Y en esa belleza, encontramos la fuerza para seguir adelante, para luchar otro día.
Así que, aunque el espejo refleje una imagen diferente, los ojos siguen siendo los mismos. Siguen ardiendo con la misma determinación, la misma valentía. Y aunque el pelo pueda caer, el espíritu permanece inquebrantable cada vez que toca volver a comenzar.
Podría decirse que este es el diario de la vorágine, de mi vorágine y quizá de la tuya. Un diario sobre noches y días; sobre noches sin dormir y días de migrañas; sobre las pocas cosas que me importan de verdad y todas aquellas que finjo que me hacen gracia porque se espera que me ría con ellas; noches de dolores y miedos y mañanas con la implacable sensación de que la vida se me queda corta; de mi pasado y este presente y futuro en el que la caricia de una mano amiga existe junto con el anhelo de lo permitido y la espera de lo deseado.