Hace unos días vi, en la cafetería de un hospital, un cartel que me llamó la atención. Advertía sobre las consecuencias del despilfarro de alimentos y animaba a no caer en ese error. Y me invitó a reflexionar.

No hace tanto tiempo, nadie pensaba en estas cosas. Más bien lo contrario, nos volvíamos majaretas en cuanto había una posibilidad de obtener algo gratis, lo necesitáramos o no, nos gustara o no.

En cuanto surgía una ocasión para recoger cualquier cosa que regalaran, fuera por publicidad, por promoción o por mera generosidad, las colas se volvían eternas.

Recuerdo una ocasión en que la gente se amontonaba para probar una taza de caldo de cocido, a pesar de que estábamos en pleno mes de agosto, a más de cuarenta grados y con un sol de justicia, circunstancias más propicias para un heladito que para un consomé caliente. Pero era gratis, y había que aprovechar.

Pero si hay algo que demuestra el cambio de que hablo, es lo que ocurre en los restaurantes tipo bufet libre. Porque hubo un momento en que los platos se llenaban de un modo compulsivo, a pesar de saber que era imposible que nadie en su sano juicio fuera capaz de meterse todo aquello entre pecho y espalda, y que gran parte de esos alimentos acabarían en la basura. Ahora a nadie se le ocurre hacer tales acopios de comida.

Otro tanto sucedía en bodas, bautizos, comuniones y eventos varios, donde parecía que no se quedaba bien con los invitados si no salían rodando, y con el estómago lleno para varios días, y los cubos de basura también. Cosa que, por suerte, también ha cambiado.

Aunque quizás lo más paradigmático sea lo que ocurre con lo que no nos comemos en bares y restaurantes. Antes, si sobraba una ración, o más, de paella o de cualquier otra cosa, teníamos que decir que teníamos perro para suplicar que nos pusieran esas sobras en cualquier recipiente.

Una excusa que todo el mundo ha utilizado alguna vez, aunque can alguno jamás hubiera pisado su casa, porque era de mal tono reclamar las sobras. Ahora sucede exactamente lo contrario.

Ahora es el propio restaurante el que ofrece la posibilidad de llevarnos aquello que teníamos en el plato y no hemos consumido, porque tienen obligación de hacerlo, y lo prepara en unas fiambreras al efecto, en lugar de la bolsa de plástico de antaño.

Ya no solo no es necesario inventar la existencia de ninguna mascota, sino que nadie lo creería, porque las mascotas de hoy en día comen pienso y no sobras de paella.

La verdad es que hemos cambiado mucho en poco tiempo. Y hemos acabado volviendo a las manías de nuestras abuelas, que, tras haber pasado mucha hambre en la guerra y la posguerra, no soportaban que sobrara nada en los platos. Y, por volver, también hemos vuelto a reutilizar las botellas, y a denostar los platos y cubiertos de usar y tirar que no hace tanto eran el no va más de eficacia y comodidad.

Y estoy segura de que no tardaremos en ir a comprar los huevos con aquellos recipientes tan cuquis que vi alguna vez cuando era pequeña, o a comparar la leche en su lechera. Tiempo al tiempo.

Ojalá esto no sea una moda pasajera y comprendamos de una vez que el planeta no tiene "plan B". Y que aquello que me decían las monjas, de que no podía ser que yo no me comiera las lentejas con el hambre que hay en el mundo tenía su sentido.

Aunque yo no entendiera en qué podía afectar a los niños pobres del otro lado del mundo que yo me acabara o no la comida. Tal vez, además de decírnoslo, nos lo deberían de haber explicado. Y puede ser que no hubiéramos tardado tantos años en comprenderlo.