Las vértebras de España no son sus comunidades autónomas, ni sus diputaciones provinciales o sus ayuntamientos. No lo son sus mancomunidades, ni sus comarcas, ni sus denominaciones de origen o sus ciudades patrimonio. No lo son sus muchas banderas y estatutos, ni sus televisiones públicas o privadas, no lo son sus ministros, ni sus consejeros, tampoco sus palacios y ni siquiera su historia. Aunque algo de biografía hay en la verdadera ligazón de nuestro país. En aquellos que verdaderamente constituyen el tejido moral de nuestra milenaria nación. Estos días de gota fría, muertos e incompetencia política hemos podido comprobar de una manera radical que somos los españoles los que nos sostenemos unos a otros.
Pero no debería ser así. O no del todo. Las personas hemos delegado la gestión de los recursos públicos a las instituciones. Que tienen la sagrada tarea de, en nombre nuestro y gracias al dinero que les cedemos, asfaltar las calles, vaciar los cubos de basura, regular el tráfico, decidir a qué país defendemos en una guerra y proteger a nuestras familias del enemigo. Esta semana el enemigo era la Gota Fría, ahora denominada DANA por alguna razón que se me escapa, que ha llegado al Levante español como lleva haciéndolo desde hace siglos. La inusitada fuerza de este episodio, no obstante, ha puesto negro sobre blanco que las instituciones que debían protegernos nos han fallado. Porque andaban enredadas en sus cosas, jugando a las casitas y a las banderas. Especialmente Sánchez, que preside el Gobierno que representa al Estado y que, en vez de mandar al Ejército en el minuto 0, se limitó a poner cara de compungido. Si necesitan ayuda, que la pidan, dijo. La frase resume a la perfección el nivel del personaje. ¿Cómo que si necesitan ayuda? El problema es que, mientras los cadáveres se apilaban en el fango, Sánchez y sus socios se escondieron en una habitación oscura del Congreso para repartirse la televisión pública. A la misma hora. Mientras ese niño moría, el otro quedaba huérfano y aquel de más allá perdía a su hermano.
Sánchez nos tiene acostumbrados a enumerar las desgracias que ha tenido que enfrentar su Gobierno: la pandemia, la Guerra de Ucrania, el volcán de La Palma, incluso aquella Filomena que ahora parece tan pequeña. Tengan por seguro que ahora añadirá lo de Valencia a su lista, como si con ella quisiera darnos pena, cuando lo único que consigue con tal enumeración es resumir su absoluta incompetencia. Ahora bien, al menos estos días el presidente del Gobierno habrá descubierto lo que de verdad es el fango. Y que se abstenga de seguir utilizando esa palabra para describir a esa mayoría de españoles a los que condenó al otro lado de su muro.
La noche del desastre, desde mi ventana conquense orientada al este, se veía una tormenta impresionante. Cuenca y Albacete fueron la puerta del infierno, el inicio de esta devastación sin precedentes que nos ha dejado a todos con ganas de gritar lo que Juan Manuel de Prada se atrevió a escribir en ABC. O lo que García-Page le dijo al “miserable político” Puigdemont, el sostén de este Gobierno, quien en un vomitivo mensaje en las redes sociales, se había reído de Felipe VI y de los muertos en el fango.
Puede que hoy Unamuno volviera a culpar a las élites de falta de cultura, pero no podría aludir nuevamente a la actitud conformista de las masas. Solemos hacerlo, es verdad, nos ocupan con adicciones tecnológicas y enredos políticos de baja altura, pero estos días de barro y muerte los españoles hemos demostrado que estamos vivos. Lo que vertebra nuestro país es el español, a quien tan bien retrató Julián Marías: “Para España, el hombre ha sido siempre persona; ha entendido que la vida es misión, y por eso la ha puesto al servicio de una empresa transpersonal; ha tenido un sentido de la convivencia interpersonal y no gregaria, se ha resistido a subordinar al hombre a la maquinaria del Estado”.
Lo que toca ahora es reclamar que las instituciones de ese Estado cumplan su cometido delegado, que es estar a nuestro servicio según la Ley. El Rey lo ha estado, la comunidad autónoma no, porque ninguna podría enfrentar por sí sola tamaña amenaza, y el Gobierno ha dimitido de sus responsabilidades. Necesitamos las instituciones, porque la alternativa es la barbarie.