Casi veinte años después, la impronta de mi primer Pandur, aquel banquete excesivo que fue Infierno en el CDN, resiste dentro de mí en ese lugar difuso entre la retina y los recuerdos en el que permanecen las cosas importantes que experimentamos en la vida.
El trabajo del director y dramaturgo Tomaz Pandur (Máribor, Eslovenia, 1963 - Skopie, Macedonia del Norte, 2016), nunca fue del todo comprendido por la crítica, al menos la española, que fiaba casi todo su mérito a sus imponentes estéticas de corte expresionista, a medio camino entre Meyerhold y Murnau.
Hasta su muerte durante los ensayos de Rey Lear en 2016, y después de esta, vi cada uno de los montajes que Pandur levantó en nuestro país, uno tras otro. Esa impresión retinal, ese modo suyo de intervenir la filosofía, los clásicos y los grandes temas transformándolos en fetiches estéticos calculadísimos moldearon en una década y media mi propia aproximación a lo textual, a lo escénico, y destruyeron mi concepción de lo que pueden hacer un cuerpo, una luz y una palabra cuando se combinan.
Las fabulosas luces de Juan Gómez Cornejo, su diseñador de iluminación en España, esas profundidades escénicas abisales, casi amnióticas, abrazaban en su negrura cada palabra escrita y dicha, haciendo de la experiencia teatral panduriana un adentrarse en zonas muertas, en anchuras insondables que están vedadas a lo humano y que el director abría para nosotros. La estética era la emoción, la palabra lo era todo porque no había un solo elemento en escena que no estuviera al servicio de la misma, el objetivo era el eco constante, la impronta, siempre la impronta.
Pandur nos hizo sentir parte de un culto, iniciados en una manera de mirar al abismo y escuchar su palabra de la que no se vuelve
Dijo alguna vez que la pérdida de su país había sido su mayor influencia y que él era de donde trabajaba. Lo que Pandur nos ofreció en escena emparentaba con la memoria universal, le obsesionaba mostrar lo que sedimenta en nosotros de los grandes relatos y sobre todo de las grandes derrotas.
A menudo se le achacaba falta de sentido del humor en sus dramaturgias o un exceso de hondura que, por intensa o reiterativa, podía resultar frívola. Mi desacuerdo con esta visión es absoluto, por más que comprenda y agradezca la tentación de sucumbir al alivio emocional cuando se cuentan historias arduas, el teatro de Pandur no se puede desligar de la guerra de los Balcanes y del sentimiento de pérdida y desolación que vivió en carne propia, su escena era el grito silencioso de quien ha visto desaparecer su mundo y necesita comprender los mecanismos de la derrota, el dolor, la violencia y el perdón.
Pandur apostaba por los grandes temas desde la grandilocuencia y la entrega total a la oscuridad, sin hacer de ellas una pose y sí un compromiso. Todo esto sin renunciar a una belleza desgarradora, cuidando cada puesta en escena con una voluntad conmovedora de seducción. En las fotografías de Aljosa Rebolj queda patente esa desesperación por perdurar para siempre en los espectadores. Acostumbrado a la pérdida, necesitaba ser recordado gracias a su teatro.
El tour de force entre Asier Etxeandía y Blanca Portillo en Barroco (2007), manoteando desesperados en la oscuridad para narrarnos la imposibilidad de amar sin perdernos por completo; la sucia desnudez del alma europea, expuesta a través de la destrucción de la familia Von Essenbeck en su adaptación de La caída de los dioses (2011), o su Medea errante y apátrida durante tres mil años que devolvió la tragedia al festival de Mérida, son ejemplos de esa voluptuosidad del vacío irrepetible que persiguió el director esloveno durante su carrera y que nos hizo sentir parte de un culto, iniciados en una manera de mirar al abismo y escuchar su palabra de la que no se vuelve.
Alana S. Portero es narradora, poeta y dramaturga. Su primera novela, La mala costumbre (Seix Barral, 2023), ha obtenido el Premio Cálamo al Libro del Año.