En Zamora, mi tierra, la noche del Día de Difuntos, esta noche del 2 de noviembre, viene siempre gélida, con un frío especial, distinto, entre el vacío y la esperanza. Es un frío calmo, interior, de puertas adentro, más de alma que de cuerpo, más de tripas que de piel, cuando la procesión de las Ánimas recorre las callejuelas oscuras del cementerio, sólo iluminadas con pequeñas velas de los cofrades y las teas que alumbran al Crucificado del camposanto. Un Cristo humilde, sin andas, de llevar a pulso como a pulso se lleva el dolor, lo cotidiano, lo que no se dice, la soledad sin apoyo ni sostén, mientras el rezo del Rosario se posa sobre las tumbas, los crisantemos y las dalias, sobre las losas silentes, la hermética, húmeda piedra de las sepulturas, el último sueño.
El pueblo dicta lección
Este frío, este dolor ante la muerte, esta caricia gélida incluso en pleno día, es en estos días el pan compartido, común, de una España convertida en un inmenso cementerio, un reguero de muerte con epicentro en Valencia, Castilla-La Mancha, Andalucía; la cuenca Mediterránea y las aguas desbocadas, asesinas, de sus ríos, con sus pueblos llenos de lodo que se retira a paladas de pena e impotencia, aún de incredulidad ante la tragedia.
Hijos como somos en mi tierra de la catástrofe de Ribadelago, que nunca se olvida, que tiene su propio día marcado en rojo en el calendario de las gentes así pasen los años; hijos de los pueblos del agua, sabemos, conocemos el peso de los días, la memoria de los muertos, pero también el espíritu de supervivencia, la solidaridad de las gentes, su increíble fuerza ante la adversidad, su extraordinaria voluntad para ponerse de nuevo en pie y continuar el camino.
En estos días en que la clase política da una imagen indecente con cruces de acusaciones, reproches, competencias, oficialidades, responsabilidades, rapiña, es el pueblo el que responde con lo que de verdad importa, con el corazón, una marea solidaria, una cadena humana sin precedentes para ayudar, para acompañar, para intentar aliviar a quienes lo han perdido todo y a quienes buscan aún con esperanza, aunque poco tiempo quede ya para ello.
Frente a las posturas ruines de quienes se tiran los trastos a la cabeza o intentan sacar rédito político de la catástrofe, conspiranoicos, visionarios, profetas o ecolojetas, los equipos de rescate, vecinos y voluntarios recorren a pie kilómetros; escarban, excavan con sus manos; barren, limpian el lodo, hombro con hombro, acuden a la llamada de un pueblo desesperado, herido, sin pensarlo, con suministros y materiales de primera necesidad para quienes ahora necesitan todo. Todo, no sólo lo material.
Con centenares de muertos y desaparecidos, el (des) Gobierno ha tenido la desvergüenza, el descaro, la indecencia de no suspender un pleno para acceder al control total de una televisión pública que hace tiempo dejó de ser pública aunque la paguemos todos. Mientras fuerzas de seguridad, bomberos y equipos de rescate se dejan el alma en intentar localizar supervivientes o víctimas, la guerra de los tiempos y las competencias políticas de cada cual protagoniza un debate ignominioso que poco importa ahora, con cientos de miles de personas llorando por los suyos y por sus bienes, recuerdos, vidas, sueños. Un debate amoral ahora y para el que habrá y tiene que haber tiempo; pero no ahora, no hoy, con las calles llenas de lodo, sin agua, sin alimentos, sin esperanza.
Porque este tiempo, ahora, hoy, mañana, esta semana, lo que haga falta hasta ubicar, abastecer, restituir, confortar, encontrar, es el tiempo de los hombres, las mujeres, los niños, los ancianos. Es el tiempo de las víctimas, de los desaparecidos, de quienes les han sobrevivido. Es el tiempo de arrimar el hombro, unir fuerzas y administraciones, coordinar, ayudar, consolar, y no andar como sabuesos a la olorina de votos o dimisiones edificados sobre la desesperación, la indignación, el dolor o la rabia de quienes legítimamente pueden sentirlas porque las aguas se lo han llevado todo.
El pueblo ha dictado una vez más lección, espontánea en unos casos, coordinada en otros, y mientras la clá política anda a la greña, a la pose, se ha echado a la calle para ayudar y sostener a sus vecinos, a ese pueblo hermano y desconocido que les necesita por encima de ideologías y responsabilidades. Miles de voluntarios, entre ellos muchísimos jóvenes, representan en Valencia la esperanza, la certeza de que sobre las aguas flotan la generosidad, la bondad, ese amor al prójimo que debiera ser el primer mandamiento de las leyes del hombre, no de Dios. Los de más lejos, coordinan ayudas desde todos los puntos del país, aún con los ojos enfermos de tanta desolación, de tanta muerte en la retina, con el corazón encogido, los dientes apretados y las manos abiertas.
Sin perder la vista en el estudio de la catástrofe, razones, sinrazones, tiempos, responsabilidades; saber si pudo evitarse o si la Naturaleza siempre impone su ley loca por mucho que el hombre llegue a dominar la inteligencia artificial, hoy es el día de sumar, abrazar con todo nuestro amor al pueblo valenciano, a todas las víctimas de una tragedia que pasará a la historia como la peor de este país, que tampoco entiende de nacionalismos ni fronteras ni geografía, si hoy todos hablamos la misma lengua sin necesidad de palabras, si hoy todos somos, debemos ser una sola cosa. Un conglomerado humano que también estamos obligados a velar por el futuro de todos ellos para que su dolor no caiga en el olvido, para que las ayudas lleguen y ayuden a resucitar de la devastación, no vaya a ser que se imponga la ley de la desidia, como ha ocurrido con las víctimas del volcán de La Palma o de nuestra Sierra de La Culebra, donde los pequeños brotes verdes nacen entre las cenizas del infierno que hace apenas dos años arrasó con todo.
Acordaos, nunca lo olvidéis, hablad siempre por los que quedaron sin voz, sin vida, sin nada; no dejéis que el agua arrastre también los buenos propósitos, las promesas, la decencia.
El pueblo ha dado un paso adelante, por delante, abrigando las almas incluso en este frío Día de Ánimas en que los zamoranos acudimos al cementerio donde siempre llueve sobre mojado. Este sí es mi pueblo, que ha caminado, galopado, sobre las aguas.